Voto obligatorio
Desde el momento en que se aprobó la ley de inscripción automática y voto voluntario existieron detractores que creyeron que se debía mantener la obligatoriedad de los inscritos a presentarse a las urnas. De vez en cuando se vuelven a alzar voces que observan en los porcentajes de participación un peligro para la democracia y sus instituciones, incluso argumentando que existe una «crisis de representación».
Estas aseveraciones requieren profundas reflexiones, dentro de las cuales es bueno exponer al menos tres puntos. No es sano que el Estado utilice su capacidad de coerción para obligar a concurrir a las urnas; más bien debe velar porque las condiciones de las elecciones sean las apropiadas (elecciones inclusivas, sencillas, etc.), pero bajo ningún punto ejercer su poder para forzar a un ciudadano libre a emitir su opinión política en forma de voto.
El antiguo sistema producía un incentivo poco democrático hacia los partidos, que veían cooptado el «mercado» de electores disminuyendo su incertidumbre frente a los resultados y evitando esfuerzos especiales para atraer adherentes. Con el sistema de voto voluntario los partidos no sólo deben convencer a los votantes de que sus ideas son mejores que las del contendor, sino que también deben promover la participación.
Finalmente, se buscó con ahínco «renovar» el padrón electoral. Desde 1988 las personas que votaban fueron prácticamente las mismas, envejeciendo el padrón y evitando que nuevas generaciones se incorporaran al proceso electoral con menos barreras.
Investigaciones recientes han demostrado que en la elección de 2013 votaron más jóvenes que en cualquier elección de la última década, dándole aires nuevos a nuestro sistema.
Estos argumentos, entre otros sustentan la decisión de mantener el voto voluntario, buscando no sólo un fin normativo (libertad de decisión del ciudadano), sino también generar incentivos prodemocráticos hacia los agentes políticos de nuestra sociedad.