Violencia: Una fractura expuesta
El estallido social chileno del 2019 fue una crisis de legitimidad de la autoridad a todo nivel. Por su centralidad en la vida común, el foco de las miradas ha estado principalmente en la dimensión política de esta crisis. Por eso, las energías se han focalizado en el proceso constituyente. Pero es la noción misma de autoridad legítima (esto es aquella persona o institución a la que le reconocemos la potestad de limitar o guiar nuestras acciones) la que ha perdido su brújula y, por ende, la que nos desafía a buscar cómo reorientarla en todos los planos.
Por ejemplo, en el plano moral y espiritual, las iglesias han perdido legitimidad frente a sus feligreses. En la dimensión de la generación de conocimiento, los expertos ya no cuentan con la credibilidad y confianza ciudadana de otros tiempos. En las estructuras de interacción social, se sospechan de los méritos de todo tipo de élites. En el ámbito informativo, los medios tradicionales de comunicación masiva son mirados con recelo por una ciudadanía que vive a un click de una avalancha de fuentes alternativas de contenidos. En las escuelas y universidades, los docentes son ‘cancelados’ por estudiantes, etc.
Detrás de cada una de estas pérdidas de legitimidad de la autoridad, hay modos de concebir el orden social que ya no cementan los vínculos como antes. En parte esa pérdida de legitimidad es resultado esperable de las transformaciones y renovaciones propias de una sociedad que se torna más compleja y diversa, pero en nuestro caso tienen además parte de su origen en un hastío social frente a abusos, inequidades e injusticias que estaban cristalizadas y naturalizadas. Quizás el caso más notorio y documentado se refiere a las relaciones entre géneros y el surgimiento ideoloógicamente transversal del feminismo como respuesta a sus múltiples injusticias.
La ausencia de modos de canalizar el hastío social desemboca en ira y en un día a día que se vive en continua irritación. Y entonces, cuando se produce el estallido social y, entonces, la ira se despliega en toda su emocionalidad, para muchas personas hubo una catarsis y un sincero sentimiento de celebración que los llevó a reconocerse en el drama mutuo (“ah, no era sólo, éramos todos”). Un sentimiento desde el cual, finalmente, se racionalizó o al menos justificó distintas expresiones de violencia física. Y quienes tomaban distancia de los acontecimientos para advertir los riesgos de naturalizar la violencia (los “noeslaformistas”) se los etiquetó despectivamente como personas que hablaban desde el privilegio.
De este modo, cuando la sociedad retorna a una cotidianidad en la que ya no se le teme a la pandemia y en la que el aspecto político sigue su senda institucional, las otras dimensiones del estallido social reaparecen sorprendiendo a muchos por su violencia que no es diferente a la que caracterizó al estallido, pero que al no estar concentrada en “la plaza pública” brota inorgánica y de forma impredecible por todos lados. Y ante la cual ahora la autoridad política se ve desbordada porque su respuesta institucional ya fue puesta en marcha.
Hay quienes esperan que todo esto pase pronto. Pero no será así. La fractura está expuesta y en lo sustantivo nada ha cambiado desde el 17 de octubre del 2019 en nuestros modos de vida. La recomposición de la idea de autoridad no se puede decretar, ni tampoco emerge por generación espontánea de acuerdos cupulares. Sólo la recomposición de las relaciones, cada una a la escala y dominio que le compete (en la familia, el barrio, la empresa, la escuela, etc.) tiene la posibilidad de llevar a las personas a aceptar libremente las restricciones, las obligaciones, los mandatos, en suma, el poder que otras personas u organizaciones pueden tener sobre ellos. Eso sólo se puede recomponer cara a cara, en las comunidades. Y no será rápido.