¿Usamos un lenguaje común al hablar de salud mental?
Cotidianamente, se habla de salud mental. Lo vemos en los medios de comunicación, en RR.SS., en discursos de quienes buscan cargos de representación política y forma parte de lo que estamos sabiendo en estudios que se dan a conocer para lectores especializados y público general.
Alertar sobre la salud mental ha traído resultados favorables y desfavorables. Por el lado de lo positivo, hablar de los trastornos mentales ha llevado a disminuir el estigma que, en simple, es esa carga social negativa que conlleva tener un diagnóstico. Como consecuencia, las personas están más abiertas a hablar de sus problemas y a buscar ayuda.
La mayor conciencia social y del mundo de las políticas públicas ha permitido fortalecer los programas para la prevención y el cuidado de la salud mental, a tener más recursos, más profesionales preparados y contar con más y mejor investigación. Pero en el lado negativo, se ha visto que hablar de los problemas de salud mental de forma tan generalizada ha llevado a que las personas redefinan sus estados emocionales o psicológicos como patológicos, cuando a lo mejor no lo son. Esto es, lo que antes era considerado como los altibajos de una vida común, ahora ha empezado a tener el tinte de un problema de salud mental. Es decir, es tanto lo que se ha problematizado la vida emocional que los expertos hipotetizan que hay una inflación de la prevalencia.
Entonces, cuando una persona habla de su experiencia como ‘traumática’, ¿lo hará en el sentido técnico o coloquial del término? Por ejemplo, si nos dice ‘tuve un despido traumático de mi trabajo’, suponemos que no nos está relatando que hubo una amenaza real a su integridad física o psicológica (que su vida o seguridad estuvo en peligro). Es probable que haya tenido un despido difícil como experiencia emocional, pero de ahí a tildarlo de traumático, estamos un poco lejos.
Otro caso. La depresión. En el ámbito de la clínica, hablamos de un trastorno depresivo cuando la persona experimenta al menos por dos semanas una marcada tristeza, desesperanza, poca capacidad de disfrutar de lo que siempre disfrutaba la mayor parte del tiempo, todo ello acompañado de una serie de síntomas asociados al sueño, la alimentación, fatiga, culpa o sensación de no ser útil, problemas para concentrarse y rendir. Es decir, sólo estamos en condiciones de dar ese diagnóstico si se cumplen condiciones sintomáticas que están consensuadas por la comunidad clínica.
De ahí entonces que experimentar desánimo transitorio, pocas ganas de hacer algunas cosas, no tener mucha energía para enfrentar algunas tareas cotidianas o estar triste por alguna circunstancia que se atraviesa, no es equivalente a estar cursando una depresión que requiera tratamiento psicológico o psicofarmacológico. Claro, es responsable con uno mismo el atender a esas señales internas y ver qué podría estar pasando, pero es muy distinto a estar en condiciones de auto-diagnosticarse.
¿Genera algo en las personas pensar que tienen un trastorno mental cuando no lo hay? Por ejemplo, se ha visto que en población adolescente los diagnósticos de trastorno mental que creen tener pasan a formar parte de cómo se definen o ven a sí mismos. Es decir, van experimentando como algo continuo en su identidad una condición que puede que no tengan. Pensar en el cuidado de la salud mental también implica cautelar cómo nos referimos a ella, una responsabilidad que recae en la comunidad como un todo.