Una ciudad, un parque
El Parque Ecuador parece tener un don que pocas obras urbanas logran: borrar las fronteras invisibles que dividen a la sociedad. Basta observarlo un domingo por la tarde. En una misma vereda conviven los niños que llegan en transporte público y los que descienden de autos nuevos; comparten el mismo columpio, corren sobre el mismo pasto, y ninguno pregunta por la procedencia del otro.
Así como recorre buena parte de la ciudad, el Parque Ecuador recoge también a buena parte de ella: en su longitud cabe el encuentro de mundos que, en otros espacios, apenas se rozan. El Parque se convierte entonces en un espacio de reconciliación social.
Las familias se instalan bajo los árboles, despliegan mantas y termos con jugo, sin que el poder adquisitivo determine el derecho a disfrutar del lugar. Hay música de artistas callejeros, vendedores ambulantes y ciclistas o runners que cruzan de extremo a extremo.
En su pluralidad y vitalidad, nuestro pequeño gran pulmón verde representa una versión posible de ciudad como punto de encuentro donde las diferencias se suspenden y el espacio público recupera su sentido original, el de pertenecer a todos. Esta convivencia espontánea no surge por azar. Es el resultado de un diseño que favorece la accesibilidad, la amplitud y la mezcla de usos. No hay rejas que delimiten zonas exclusivas ni mobiliario que excluya a ciertos grupos. El parque invita a quedarse, a contemplar, a compartir.
En su trazado late una lección para quienes piensan y construyen la ciudad: los espacios comunes —los de arraigo, no los “no-lugares” que describe Augé— son los medios naturales de cohesión social. El éxito del parque en unir armoniosamente a clases sociales diversas radica tal vez en la falta de intervención; su esencia está en ser un apéndice natural de la geografía existente. La tarea de los urbanistas, entonces, no es solo levantar estructuras funcionales o bellas, sino provocar encuentros humanos, que no es más que permitir el habitar; espacios donde los habitantes —independientemente de su nivel económico— puedan reconocerse como parte de una misma comunidad.
El Parque Ecuador demuestra que esto es posible: allí donde se escucha la risa de los niños, donde el aroma a mote con huesillo se mezcla con el del café artesanal, donde un anciano pasea junto a un adolescente con audífonos, la ciudad se vuelve más justa, más humana, más ciudad.
Quizás la clave para superar el resentimiento de clases y la segregación social no esté en los discursos ni en las elecciones, sino en estos lugares donde, sin pretensiones, las personas simplemente comparten el mismo aire. Si un parque puede lograrlo, también puede hacerlo la ciudad entera, siempre que quienes la diseñan comprendan que el habitar no se construye con cemento, sino con encuentros y arraigo.