Tres consideraciones sobre la idea de los acuerdos en democracia
La agobiante permisología, el fraccionamiento y la polarización del sistema político y el difícil avance de la reforma de pensiones, entre otros debates públicos, han reinstalado la discusión sobre la necesidad e importancia de alcanzar acuerdos en democracia. El aserto parece indesmentible: la prosperidad (y aun la supervivencia) de una sociedad plural depende de manera importante de la capacidad de sus líderes de aunar voluntades que permitan avanzar en la solución de los desafíos sociales. Sin embargo, es posible advertir que el llamado a alcanzar acuerdos de parte de algunos actores políticos ha adquirido en el último tiempo un tono moralizante que sugiere, y en ocasiones implica, de modo categórico que los ciudadanos responsables, y particularmente sus líderes, deben sumarse sin reparos a los “acuerdos” propuestos, como un asunto de principios. Nos parece que esta perspectiva es errada, ya que deslegitima el proceso deliberativo y desvirtúa la noción de “acuerdo democrático”.
Para aportar al debate, proponemos aquí tres consideraciones que resultan a nuestro juicio útiles al momento de reflexionar acerca de la genuina naturaleza y función de los acuerdos en una democracia.
1. ¿Qué acuerdos son indispensables en democracia?
La sociedad abierta es plural y su unidad y prosperidad dependen en gran medida de la existencia de consensos sociales mínimos y transversales, que permitan la convivencia de personas que sostienen distintas concepciones del bien. El consenso sobre la forma de gobierno es entonces prioritario y por ello, en primer lugar, la democracia requiere de la concordia o acuerdo acerca de las reglas fundamentales de la democracia representativa, que es la forma de democracia históricamente adoptada en Chile: pluralismo político, libertad de expresión, competencia electoral, etcétera.
En segundo lugar, el respeto por las reglas informales de la democracia, esto es, por aquellas que favorecen el entendimiento entre los distintos actores políticos, es también fundamental. Las reglas informales son las que se siguen y preservan el ethos que hace posible la democracia, que no es otro que la concordia o amistad cívica. Así, por ejemplo, avalar o cohonestar la violencia política, derogar simbólica o moralmente al competidor político, escatimándoles el reconocimiento y legitimidad democrática («asesinos», «dictadores», etcétera); abusar de instrumentos institucionales para desestabilizar al gobierno (i.e., abuso de las acusaciones constitucionales), entre otras, son conductas contrarias al ethos democrático. Tales conductas dificultan la posibilidad de entendimiento y cooperación de los actores políticos, al tiempo que propician la radicalización o polarización de la discusión pública. El restablecimiento de la política de acuerdos requiere el restablecimiento de la amistad cívica.
2. ¿Cuáles son las condiciones de los desacuerdos legítimos?
Idealmente, en una democracia debe existir el más amplio consenso de las distintas fuerzas políticas acerca de las políticas públicas necesarias para la promoción del bien común. Cuando ello no ocurre, el desacuerdo puede ser encausado constructivamente si dichas fuerzas —o el grueso de ellas, al menos— respetan las reglas formales e informales sobre las que se asienta y funciona la democracia.
Más aún, sólo sobre la base de ese respeto pueden verse los desacuerdos sobre los proyectos de gobierno como un fenómeno natural y constructivo, consecuencia del hecho de que en democracia la discusión tiene lugar entre distintas visiones políticas, que compiten por el voto popular. Esta competencia —que tiene lugar por medio de la persuasión del electorado— supone que el proceso deliberativo y resolutivo es inherente al régimen democrático: los proyectos prosperan o se frustran en virtud de la adhesión que concitan entre los representantes elegidos por la ciudadanía.
Ahora bien, admitida esa competencia, es forzoso concluir que el desacuerdo es no sólo posible y legítimo, sino indispensable para el dinamismo de la vida política democrática. De hecho, lo que caracteriza a la democracia representativa como sistema político es la convivencia pacífica de los desacuerdos, en virtud de la adhesión general (o transversal) a los valores en que se expresa la amistad cívica, como el reconocimiento de la legitimidad de los distintos proyectos políticos concordantes con la posibilidad del pluralismo y el estado de derecho, la tolerancia y, en fin, el respeto de los derechos y libertades fundamentales que se siguen de la dignidad humana.
Por otro lado, para situar la función y utilidad del desacuerdo en una democracia es necesario distinguir entre la disposición a llegar a acuerdos y el hecho de efectivamente cerrarlos. Aunque dicha disposición es exigible a todos los actores políticos, no lo es el hecho de avenirse finalmente a ellos. Por eso, dicha disposición no se traduce, ni necesita traducirse tampoco, en la adhesión a los acuerdos políticos concretos. La fecundidad de la política en una democracia solamente exige que los actores políticos participen en ella de buena fe (i.e., que estén dispuestos a alcanzar acuerdos), no que finalmente en efecto se sumen a ellos. Por ello, la adhesión a la democracia no obliga sin más a los actores políticos a avenirse a acuerdos que consideran contrarios al bien común, en aras de la apacibilidad de la discusión pública o alguna otra razón semejante.
Supuesta entonces la disposición a llegar a acuerdos, resulta contrario al espíritu de la democracia deslegitimar la validez de los desacuerdos. Dicha deslegitimación es contraria a la lógica de la democracia, independiente del hecho de que nazca de un error acerca de las condiciones y función de los desacuerdos, o que lo haga de la voluntad de imponer unilateralmente el propio proyecto político bajo los ropajes de la discusión democrática.
3. ¿Qué condiciones favorecen la deliberación democrática y cuáles la perjudican?
El sistema político puede favorecer o dificultar los acuerdos; propiciar o entorpecer la deliberación democrática efectiva. Las condiciones que favorecen la cooperación se encuentran en un sistema en el que existe un número limitado de actores, que interactúa de forma repetida en entornos institucionalizados, con largos horizontes de tiempo, bajo un sistema de recompensas y sanciones graduales, que promueven el aprendizaje y el logro de nuevos acuerdos.
Por décadas Chile disfrutó de condiciones que favorecieron la denominada «política de los acuerdos», las cuales se perdieron progresivamente en parte por cambios institucionales que desalentaron el incentivo a aunar voluntades divergentes (sistema electoral, reglas para la constitución y financiamiento de los partidos políticos, etc.) y en parte por la irrupción de una concepción agonal o adversarial de la democracia, extraña a la lógica de la democracia representativa. En vista de las dificultades suscitadas por ambos hechos, resulta fundamental reformar el sistema político para crear las condiciones que favorezcan la cooperación, los acuerdos y la responsabilidad en la toma de decisiones.
Un segundo factor relevante para favorecer la deliberación democrática efectiva ya ha sido enunciado aquí, y dice relación con la legitimación de la voluntad política de alcanzar acuerdos con espacio para el disenso reflexivo. Se trata de una disposición animada por la convicción de que en una democracia las políticas públicas requieren consensos amplios y que, en consecuencia, éstas deben idealmente contar con el apoyo más transversal posible. Esta convicción, con la disposición que le es propia, tropezó durante los gobiernos de Sebastián Piñera, con la voluntad perfectamente opuesta de ciertas fuerzas políticas que veían en la «política de los acuerdos» una claudicación del ideario propio. El permanente desdén que esas fuerzas demostraron hacia los acuerdos fue reflejo cabal de esa concepción, que en último término se inspira en la ya mencionada concepción agonal de la política y de la democracia. Ella se caracteriza por una voluntad de sacar adelante los propios proyectos políticos tensionando la democracia y crispando a la opinión pública. Busca derogar moralmente al adversario político, al que se descalifica como enemigo público y, en consecuencia, a prescindir por principio de los acuerdos. Una de las estrategias de las que se vale esta concepción adversarial, es justamente, según hemos dicho aquí, aquella que dice promover el debate y los acuerdos, pero que, al deslegitimar el desacuerdo, revela una vocación impositiva, antideliberativa y antidemocrática.
Por último, y a modo de conclusión, puede notarse el hecho de que la existencia de amplios y persistentes desacuerdos puede ser una señal de que la política está intentado tomar demasiadas decisiones importantes. Los grupos humanos son el reflejo de una inmensa diversidad de preferencias e intereses. Por eso, pretender que algunos decidan por todos es siempre un desafío complejo. En la democracia representativa entregamos ciertos ámbitos de la vida individual a la decisión de los representantes, porque esta ha sido el mejor modo de preservar la libertad política de un pueblo. Pero esa delegación es acotada, y siempre sujeta a límites y controles. Como hemos aprendido de Arrow, la diversidad de preferencias en la sociedad hace muy difícil encontrar mecanismos que permitan agregar siempre las preferencias individuales de forma democrática y justa, sin que exista uno o unos actores que influyan determinantemente en la decisión. Por ello, un motivo ulterior de reflexión, de cara a la promoción de la libertad individual, podría recaer en la conveniencia de crear espacios que favorezcan que las personas puedan tomar la mayor cantidad de decisiones sobre sus propias vidas, acotando así las decisiones que son tomadas por la política.
Ernesto Silva, Fernanda García, Felipe Schwember, Natalia González – Faro UDD