Tres conceptos para un estándar de conducta
Hace poco más de un mes la Corte Suprema dictó una interesante sentencia que alude a la institución de la apariencia jurídica (Rol 56264-2021). En ella, señala que para que haya lugar a su configuración es necesario que concurran dos elementos: la buena fe y la diligencia. Si bien no lo explicita, es bastante evidente que cuando alude a la buena fe se refiere a su aspecto subjetivo, esto es, la convicción que tiene el sujeto de actuar de manera lícita o correcta. Por su parte, la diligencia, explica el tribunal, siguiendo a Peñailillo, se traduce en que el sujeto que invoca la apariencia “debe tomar las precauciones necesarias, de modo que su ignorancia de la realidad se pueda considerar excusable”.
Efectivamente, en opinión del profesor Peñailillo, la diligencia es determinante en la configuración de la apariencia, cuestión con la que concuerdo plenamente, pues la autorresponsabilidad impone la necesidad de emplear la diligencia ordinaria en la gestión de los propios intereses, de modo que ausencia impide traspasar el costo de la propia ignorancia a un tercero. En efecto, la teoría de la apariencia es, ante todo, una institución destinada a arbitrar intereses contrapuestos, pues ella sacrifica el interés del verdadero titular del interés o derecho subjetivo para preferir aquel del sujeto que ha caído en engaño. A su turno, la buena fe subjetiva también es esencial, pues el sujeto debe efectivamente estar al oscuro de la realidad nublada por la apariencia. En este binomio, sin embargo, me parece que es necesario añadir un tercer elemento: la razonabilidad.
En efecto, en la actualidad existe consenso en orden a que el concepto a la base de la protección de la apariencia es fundamentalmente la idea de “confianza razonable”. Así lo ha reconocido hace ya varios años la propia Corte Suprema, que sobre el particular ha señalado: “Existen (…) situaciones por la cuales quienes han confiado razonablemente en una manifestación jurídica dada ante una apariencia determinada, y se han comportado de acuerdo a tal manifestación o apariencia, tienen derecho a contar con ellas, aunque no correspondan a la realidad” (Rol Nº 785-2008).
En la técnica legislativa, se ha reconocido desde antiguo la necesidad de recurrir a ciertos enunciados abiertos, que dejan entregada al juez la tarea de concretarlos caso a caso, adaptándolos a las circunstancias de la cuestión sometida a su conocimiento. Tal es precisamente el caso de la razonabilidad, concepto de gran aplicación en el derecho moderno y que se encuentra presente en la legislación nacional desde la dictación del Código Civil y que, como demuestra el artículo 1:302 de los Principios Europeos de Derecho Contractual, guarda una estrecha relación con la noción de buena fe objetiva, pues se define lo razonable precisamente como aquello que “cualquier persona de buena fe, que se hallare en la misma situación que las partes contratantes, consideraría como tal”.
La alusión a la razonabilidad, entonces, viene a concretar la exigencia de buena fe en su dimensión objetiva, esto es, como un estándar de conducta. De suerte que solo se protegerá la creencia en la apariencia cuando cualquier persona de la colectividad, puesta en las circunstancias del sujeto concreto, habría confiado en la apariencia. Así las cosas, la “confianza razonable” que lleva a la configuración de la apariencia jurídica está compuesta de tres elementos copulativos: buena fe (subjetiva), diligencia y razonabilidad.
La buena fe supone la íntima convicción o creencia de que la apariencia se corresponde con la realidad de las cosas. La diligencia exige que el sujeto concreto haya sido proactivo en la realización de las indagaciones necesarias para cerciorarse de que la apariencia corresponde a la realidad. La razonabilidad exige que el sujeto no haya actuado movido por meras creencias o convicciones individuales, sino que cualquier persona razonable, sensata, habría llegado a las mismas conclusiones y habría tomado la decisión de actuar conforme a la apariencia.
En síntesis, quien invoque la apariencia deberá haber mantenido una conducta exenta de reproche. En concreto, deberá haber actuado convencido de que estaba en lo correcto y desplegado aquellas providencias que, conforme al juicio de una persona razonable, eran conducentes a cerciorarse de la efectividad de las circunstancias aparentes. Solo así puede decirse que su interés es digno de protección jurídica y que, por tanto, habrá lugar a la protección de la apariencia.
Volviendo ahora al caso que inspira esta columna, cabe señalar que él se trató de una promesa de compraventa celebrada entre una persona natural y un comité de vivienda, actuando este último a través de su presidenta y tesorera, quienes carecían de facultades para llevar a celebrar el contrato prometido, toda vez que, conforme al acta de la junta extraordinaria en que se acordó la enajenación, en dicho acto debía comparecer la totalidad del directorio, que estaba compuesto de cinco integrantes. Demandada la resolución del contrato de promesa por la persona natural, el comité se defiende aduciendo la inoponibilidad del acto, toda vez que, por carecer de facultades para enajenar, la presidente y tesorera tampoco podían celebrar válidamente el contrato de promesa.
El demandante contrargumentó intentando disociar el acto de promesa de la enajenación, lo cual fue acogido en primera instancia, pero revocado en segunda instancia, donde se acogió la excepción de inoponibilidad del acto, aludiendo, además, a la falta de diligencia del demandante en la comprobación de la extensión de los poderes. La Corte Suprema, por su parte, confirma el razonamiento de la Corte en orden a que, al carecer de poderes para enajenar, la presidenta y tesoreras no podían prometer hacerlo. Sin embargo, sostiene que en este caso se configura una apariencia digna de protección jurídica, toda vez que el demandante actuó guiado por el certificado municipal que acreditaba el rol de las comparecientes y por el hecho de que el acto se había celebrado ante notario.
Ante ese escenario, la pregunta que surge es, ¿efectivamente puede sostenerse que en este caso hubo confianza razonable? Conforme a lo dicho, al margen de la buena fe subjetiva del demandante, para contestar a esa interrogante habría que considerar si efectivamente el demandando tenía razones para confiar en que los representantes legales de la demandada tenían poderes suficientes para firmar el acto en cuestión. Al efecto, parece fundamental considerar que el contrato de promesa se llevó a cabo por la presidenta del comité y su tesorera, quienes afirmaron tener poderes suficientes para llevar a cabo el acto. Así, la cuestión radica en analizar si basta con esa sola afirmación para aceptar la efectividad de las facultades o si, por el contrario, debía solicitarse su acreditación, exigiendo la exhibición de los instrumentos que daban cuenta de ellas.
Es aquí donde el recurso a la razonabilidad, como elemento complementario de la buena fe y la diligencia, se torna verdaderamente útil, pues, atendido su carácter de concepto indeterminado, permite al juez tener en consideración las circunstancias del caso y, conforme a ellas, establecer si la sola afirmación de la presidenta y tesorera eran suficientes para generar la confianza razonable en el actor o bien no. Para ello deberá tener en consideración la actitud que una persona razonable habría adoptado en tales circunstancias. Al efecto, la Corte Suprema considera que, conforme a la normativa que regula a ese tipo de organizaciones y a los estatutos de esta en particular, su presidente representa judicial y extrajudicialmente al comité. A lo que se suma el mencionado certificado que da cuenta del carácter de presidenta y tesorera de las comparecientes al acto. Al entender de la Corte, entonces, una persona razonable tenía motivos suficientes para confiar en que las comparecientes contaban con las facultades necesarias para actuar y resuelve en conformidad a este entendimiento, revocando la sentencia de segunda instancia.
1 Estas ideas fueron ampliamente expuestas precisamente en el libro en homenaje al profesor Peñailillo, bajo el título “Tres conceptos para un estándar de conducta: a propósito de la confianza razonable y la protección de la apariencia”, al cual me permito reenviar para mayores profundizaciones sobre el argumento.