Sobre las costas judiciales
En el último tiempo, se ha comentado acremente la determinación de nuestros tribunales de justicia de imponer a algunos litigantes el pago de las costas del juicio (honorarios de los abogados aranceles de auxiliares de la administración de justicia, pago de peritos, etcétera). Tradicionalmente (artículos 144 a 147 del Código de Procedimiento Civil), se ha sostenido que ello solo es procedente cuando la parte derrotada no ha tenido motivo plausible para litigar, esto es, cuando su pretensión ha sido temeraria. Se trata, entonces, de una sanción civil contra una aventura judicial sin ningún fundamento. Hasta este momento, en la inmensa mayoría de los casos, la tasación de las costas, probablemente por la modestia y templanza de nuestros jueces, dista mucho de la realidad, de suerte que la víctima de un juicio aventurado experimentará siempre un perjuicio, a veces monetariamente cuantioso y grave para la imagen personal o corporativa del afectado. No parece justo que quien es arrastrado a los tribunales de justicia, sin razón suficiente que lo justifique, deba experimentar un daño irremediable, cualquiera que sea el resultado de la litis.
Pero lo que se señala no es lo más preocupante. Desde hace un tiempo a esta parte, en la medida en que las expectativas económicas aumentan y los nuevos planes de crecimiento rinden fruto, muchos juicios tienen como meta generar problemas a los emprendedores e inversionistas, de modo de retrasar o impedir la ejecución de sus proyectos. Esto se ha llamado, eufemísticamente, «judicializar» una cierta actividad. Si se revisa cualquiera inversión importante (minera, hidroeléctrica industrial, agrícola), se observará que tan pronto se pone en marcha una iniciativa de trascendencia surgen grupos perfectamente organizados que, invocando principios altruistas y generosos (ambientales, humanitarios, promoción social, afectación de ingresos, etcétera), reclaman su inmediata paralización a través de toda suerte de recursos y acciones legales. A lo anterior se agregan aquellos que, invocando una petición pendiente, sea administrativa o judicial, consiguen generar una situación conflictiva que les reportará, tarde o temprano, ingentes beneficios. No es extraño escuchar decir que «quien ejerce un derecho no ofende a nadie».
Lo condenable es que, en los casos que describo, no existen derechos comprometidos, sino expectativas aparentes, destinadas a interferir en el ejercicio de facultades y prerrogativas legítimamente adquiridas.
La mal llamada «judicialización» de una actividad productiva no solo retarda la actividad económica, sino que desalienta a quienes buscan invertir capitales nacionales o extranjeros para generar riqueza. La «seguridad jurídica» es un ingrediente indispensable en todo tipo de emprendimiento.
¿Pueden los tribunales poner atajo a esta anomalía? La tarea no es fácil, porque los magistrados están sometidos a leyes procesales estrictas que les impiden coartar lo que se presenta bajo el disfraz de una pretensión inocente y respetable. Los jueces «hablan por sus sentencias», pero ellas demoran demasiado tiempo, para impedir estos abusos que deberían extirparse de raíz.
¿Qué responsabilidad les asiste a los abogados como autores intelectuales de esta clase de tropelías judiciales? Como lo hemos dicho repetidamente, a medida que aumenta el numero de abogados cuya preparación es deficiente (en algunos casos casi nula), existirá, cada vez, mayor propensión a consumar estropicios de esta especie impulsados por los cuantiosos beneficios que se procuran y una creciente competencia profesional. De aquí la necesidad urgente de que sea la Corte Suprema la que habilite especialmente a los letrados para intervenir en el ejercicio de la jurisdicción.
¿Cuál es, entonces, la solución? A nuestro juicio, sería necesario abrir una instancia de admisibilidad, antes de dar curso a un proceso judicial, facultando al tribunal para indagar el fin que se propone el pretensor y la sustentación jurídica de las acciones que invoca. Evidenciándose sus propósitos, lo que no es difícil, no debería tramitarse la causa, a menos de que se constituya una caución, para asegurar los daños que se provoquen en el evento de que el litigio, como es previsible, fracase. Por otro lado, hacer responsables solidariamente a los abogados comprometidos en esta aventura, junto a su cliente, de las costas causadas, siendo estas tasadas con el máximo realismo posible; todo ello, sin perjuicio de dotar al Colegio de Abogados de potestad disciplinaria respecto de todo el gremio, pudiendo, incluso, cancelar el título, como sucedía en el pasado. Una política como la que propongo, redundaría en provecho de toda la comunidad, porque nada resulta más perturbador y destructivo que distorsionar la función de un Poder del Estado en pos de beneficios inmorales e indebidos.
En los próximos años, crecerá exponencialmente este fenómeno, haciéndose cada vez más difícil corregirlo.