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UDD en la Prensa

Si todo es un trastorno mental, nada es un trastorno mental

 Patricio Ramírez Azócar
Patricio Ramírez Azócar Docente Bienestar y Salud- Concepción

Hace unos 10 años se publicó el libro Si todo es bullying, nada es bullying, un texto donde el psiquiatra infanto-juvenil, Sergio Canals, proponía una guía para que padres y educadores de niños y adolescentes pudieran distinguir el maltrato verbal, físico, social o psicológico en el contexto escolar, de otras agresiones de menor gravedad.

En un intento por resaltar la importancia de cómo identificar, prevenir, disminuir la frecuencia y aminorar los efectos del bullying, el autor entendía que era clave acotar específicamente a qué se refería el término y aclarar para qué situaciones -que igualmente deben ser atendidas- su uso no aplicaba.

Pensando en otros temas candentes en nuestra sociedad y que se dan en la discusión pública, podríamos mantener la idea expresada en el título de ese libro y aplicarla a muchas cosas como, por ejemplo: si todo es acoso, nada es acoso; si todo es discriminación, nada es discriminación o, como se plantea aquí, si todo es un trastorno mental, nada es un trastorno mental.

Términos como trauma, depresión, ansiedad, trastorno mental o el común, pero inespecífico, problema de salud mental, aparecen no solo en ámbitos clínicos, académicos o asistenciales, sino que también forman parte del diálogo cotidiano de las personas, de titulares de prensa o de cientos de libros de divulgación o autoayuda.

¿Es eso un problema? En principio, no lo es. Es más, a buena hora las sociedades -unas más, otras menos- y sus diferentes actores, se han ocupado de resaltar lo relativo a la salud mental y sus trastornos, y que la preocupación por ellos no esté restringida a psicólogos o psiquiatras, así como que no sea solamente un quehacer en hospitales, clínicas o consultas.

Pero el mayor uso de los conceptos relativos a los trastornos mentales también ha traído consecuencias negativas y que, a juicio de algunos expertos, debe ser considerada una degradación indeseable.

Por ejemplo, cuando en una ficha clínica o de derivación, los profesionales de la salud mental indican que un paciente está experimentando un trastorno depresivo mayor -lo que comúnmente llamamos

depresión

-, para todos quienes forman parte del campo de la salud está claro que dicho paciente presenta una serie de síntomas asociados a tristeza, dificultad para disfrutar de las cosas que generalmente le entusiasmaban o causaban placer, cambios en sus hábitos de sueño, en su peso, se siente falto de energía, entre otros; todos los cuales están claramente especificados en los manuales diagnósticos -que son una herencia del modelo médico- y que están presentes con una determinada intensidad, disrupción de la vida cotidiana y duración.

Dicho eso, el solo estar triste no es depresión, el estar desanimado no es depresión, el estar melancólico no es depresión, el tener una baja de motivación no es depresión o el estar de duelo no es depresión. Y no lo es en tanto existe un consenso internacional respecto a qué es considerado un trastorno depresivo y, por tanto, una condición sujeta de atención y cuidado especializado.

Este mismo ejercicio lo podemos hacer respecto a la preocupación o intranquilidad por cosas de la vida cotidiana que no califican como un trastorno de ansiedad o para experiencias adversas o emocionalmente perturbadoras que no califican como un trauma.

Cuando nombramos a las vivencias emocionales difíciles, molestas o incómodas que son comunes para muchas personas con una terminología propia de los trastornos mentales, se genera una patologización de la vida cotidiana y se crea una falsa epidemia de trastornos mentales que, en vez de darle a esas condiciones el lugar que se merecen -y que tanto ha costado otorgarles-, respecto a su importancia, efectos, oferta de ayuda y sin estigmatización de quienes las sufren, termina quitándoseles su especificidad y llevándolas al plano de la cotidianeidad, transformándolas así en un “comodín”. Es decir, se las usa como denominación genérica de fenómenos humanos que no tienen nada de patológicos.

Y, yendo más allá, muchas veces se termina abusando la medicación para cuadros que requerirían otro tipo de recursos personales, familiares o comunitarios y, habitualmente, generando un colapso del sistema de salud por el aumento de atenciones por condiciones que no implican un franco trastorno mental.

Cuando apuntamos a lo importante de delimitar qué es y qué no es un trastorno mental, no lo hacemos porque queremos quitarle la importancia al padecimiento. Es todo lo contrario: es porque queremos que los trastornos mentales tengan un abordaje específico y sin estigma hacia quienes los sufren, y porque tenemos la responsabilidad de no patologizar experiencias humanas que no lo son.

Si a la larga nadie queda afuera de tener un trastorno mental, entonces tenemos que cuestionarnos acerca de qué es la normalidad o qué es la salud mental.