Réquiem por la socialdemocracia
Con el fracaso humillante de Ricardo Lagos muere lo que fue el intento más genuino de llenar un vacío histórico de la política chilena: la ausencia de una socialdemocracia comparable a aquella que le dio uno de sus pilares más sólidos a la democracia europea. Su ausencia nos penó durante todo el siglo XX, dejando que el flanco izquierdo de nuestra escena política fuese copado por fuerzas más radicales de raigambre marxista-leninista.
Pero el intento postrero de Lagos no sólo careció de fuerza y apoyo suficientes, sino que llegó demasiado tarde, coincidiendo con la fase de retroceso de la socialdemocracia en Europa que hoy se ha convertido, lisa y llanamente, en un verdadero descalabro. Así lo muestra la profunda crisis del socialismo español así como las recientes elecciones francesas y holandesas, y con toda seguridad será ratificado de manera contundente por las elecciones británicas del próximo 8 de junio. Por su parte, las socialdemocracias nórdicas y la alemana resisten un poco mejor, pero están muy lejos de ser lo que un día fueron.
Ante el hundimiento de esta gran fuerza política cabe recordar su historial, marcado por los grandes servicios prestados a la estabilidad social y el desarrollo democrático de Europa.
Desde su ruptura con las tendencias maximalistas inspiradas por el bolchevismo ruso supo dirigirse hacia una afirmación clara y consecuente del valor de la democracia, a la vez que se alejó del escenario apocalíptico sobre el fin necesario del capitalismo descrito en las obras de Marx.
Rechazó la idea de la polarización social inevitable producto del desarrollo capitalista así como la profecía acerca de la constante pauperización de las masas trabajadoras, orientándose hacia el trabajo sindical y político en pos de reformas sociales e incrementos salariales que hiciesen posible un paulatino mejoramiento de las condiciones generales de vida de los trabajadores. Finalmente entendió que la economía de mercado es la gallina de los huevos de oro del progreso y que por ello hay que cuidarla en vez de perseguir su destrucción.
Esas fueron las bases del gran consenso que predominó en Europa occidental durante las décadas de la posguerra, consolidando un pacto social de notable vigor pero que también tuvo su precio: el crecimiento de un Estado de bienestar desmesurado y regulaciones asfixiantes que terminaron deteriorando el dinamismo de la economía de mercado y condenando a Europa occidental a un estancamiento relativo que se hizo cada vez más notorio hacia fines del siglo recién pasado. Estos problemas no fueron nunca enfrentados con decisión, optándose por una actitud defensiva de los derechos conquistados que, coincidiendo con el paso a la sociedad posindustrial, la presión de la globalización y una desindustrialización difícil de contener, terminó minando tanto la eficacia política como la base de sustentación de la socialdemocracia.
En ese contexto, los sectores obreros iniciaron una masiva migración hacia partidos nacional-populistas al estilo del Frente Nacional francés, que pronto se transformarían en los nuevos partidos proletarios de Europa. Ese es el triste predicamento actual de la socialdemocracia europea, devastada por su propia incapacidad de elaborar políticas de futuro y la presión de esta “nueva izquierda” que le quita su rol tradicional de defensora del pueblo trabajador y de la comunidad nacional.
En Chile nunca tuvimos una verdadera socialdemocracia. La razón básica de ello es la transformación masiva del Partido Obrero Socialista (POS, fundado en 1912) en Partido Comunista y su bolchevización en la década de 1920. Este es un hecho único ya que lo normal fue la división de los viejos partidos socialistas, adoptando su mayoría una orientación socialdemócrata como la ya descrita. En ello jugó un papel clave la fascinación de su gran líder, Luis Emilio Recabarren, por la revolución encabezada por Lenin. Así, en lugar de un partido democrático y reformista tuvimos una filial de la Internacional Comunista que en 1923 proclamó la implantación de la dictadura del proletariado por la vía violenta como único camino para alcanzar sus objetivos.
El surgimiento del Partido Socialista en los años 30 no llenó ese vacío dados sus orígenes golpistas, su tendencia confrontacional, su anticapitalismo y su orientación hacia la instauración de una “dictadura de trabajadores”, como se establece en su Declaración de Principios de 1933. Ello derivó, en los años 60, en su adopción plena del marxismo-leninismo y la prédica de la confrontación armada como única vía para llegar al socialismo.
La reflexión autocrítica posterior revaluó el significado de la democracia y alejó a los socialistas de aquel extremismo que tanto contribuyó al colapso de la democracia chilena en los años 70. Pero esa reflexión nunca llegó a alcanzar la madurez de la socialdemocracia europea y su adopción plena de la economía social de mercado como modelo de desarrollo. El no haberlo logrado le impidió, entre otras cosas, aprender del desarrollo de la socialdemocracia más avanzada, la nórdica, y su proyecto de modernización del Estado de bienestar a través de la reducción del Estado, la cooperación público-privada y la creación de un pujante capitalismo del bienestar.
Ricardo Lagos actuó como un socialdemócrata moderno, pero no supo articular un discurso correspondiente ni menos convencer a sus compañeros de la necesidad de abandonar sus sueños juveniles y su anticapitalismo infantil. Al final, no fue “ni chicha ni chancho” y se quedó solo.