Reformas jurídicas pendientes
Existe un explicable impulso a introducir en materias jurídicas cambios integrales que incorporen nuevas instituciones. Este propósito se evidenció, especialmente, a raíz de la reforma procesal penal, que puso fin a un sistema cuyo colapso nadie podría desconocer. Lo anterior nos ha llevado a sostener que cualesquiera que sean los resultados de la actual normativa procesal penal ellos siempre serán preferibles a los que ofrecía el régimen antiguo. Pero, por cierto, constituiría un error extrapolar esta comprensible intención innovadora, en términos apocalípticos, a todas las demás ramas de derecho.
Más allá de esta premisa, nos interesa destacar que cada precepto jurídico va arraigándose en la población, imperceptiblemente moldeando sus costumbres y adaptándose a las necesidades más apremiantes. Así, por vía de ejemplo, la Constitución de 1980 —para algunos, de origen ilegítimo atendiendo a las circunstancias en que se aprobó, y para otros, expresión de una indiscutible y resuelta voluntad ciudadana— ha permitido que el país transitara, sin grandes quebrantos, entre dos extremos: un Chile hundido en la destrucción económica, moral y política, y un Chile pujante, democrático y lleno de posibilidades.
Nada de lo avanzado habría sido posible en medio del enfrentamiento político que hace 40 años nos colocaba, periódicamente al borde mismo del abismo institucional.
Hoy podemos discrepar, incluso apasionadamente, pero es innegable que en la gran mayoría de nuestros compatriotas existe plena y cabal conciencia de que la convivencia pacífica y la paz social no deben romperse en aras de los ilusos que llaman de tiempo en tiempo, a destruirlo todo.
La Constitución de 1980, desde este punto de vista, ha sido un dique, hasta ahora infranqueable, para contener aquellas tendencias disociadoras. No es posible predecir si los grupúsculos que propician y proclaman la devastación institucional lograrán sus fines al amparo de la desidia, la indiferencia y la ingenuidad de muchos chilenos. Pero si tal ocurre, no cosecharemos sino aquello que desaprensivamente hemos sembrando.
Si la Constitución de 1980 fue la base de la estabilidad y el orden necesarios para impulsar al país a la restauración de la democracia y del crecimiento económico, otras leyes han ido enmarcando nuestras vidas dentro de los límites del «Estado de Derecho». Tal ocurre con la influencia silenciosa y constante del Código Civil (que ha gravitado en el carácter y el espíritu de los chilenos en una medida que muy pocos son capaces de evaluar) o la del Código Orgánico de Tribunales (objeto ambos de numerosas reformas destinadas a adaptarlos a las exigencias actuales en áreas socialmente muy sensibles), o la de numerosos otros cuerpos legales que han impreso principios que, sin duda, deberán de transferirse a renovadas manifestaciones legislativas si en el día de mañana se optare por reemplazarlos.
Es este convencimiento el que ha llevado a la Facultad de Derecho de la Universidad del Desarrollo a preparar y proponer un proyecto alternativo frente a la reforma procesal civil que se traduce en la adopción de un Código tipo elaborado por el Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal. Resuena en nuestros oídos, cada vez con mayor fuerza, lo que en la década de los años 30 del siglo pasado reclamara José Ortega y Gasset: «búsquese en el extranjero información, pero no modelo». Creemos nosotros que forman ya parte de nuestra idiosincrasia muchos de los pilares en que se sustenta el Código de Procedimiento Civil, que si bien tiene un siglo de vida, ha ido remozándose a través del tiempo, mediante numerosas disposiciones que han revitalizado sus acendradas virtudes. No debe desperdiciarse una jurisprudencia largamente decantada, la doctrina que sustenta cada una de sus normas y la experiencia práctica ganada por varias generaciones de jueces y abogados.
Curiosamente, ocurre con el Código de Procedimiento Civil algo semejante a lo que sucede respecto de la Constitución de 1980 no obstante tratarse de cuerpos jurídicos tan disímiles: o se reemplazan íntegramente, o se modifican algunas de sus normas para acomodarlas a las demandas y exigencias de la hora actual. Lamentablemente, lo primero nos expone a una crisis, en tanto lo segundo a la ordenada renovación de sus disposiciones.
Este, creemos nosotros, debe ser el desafio: ofrecer proyectos alternativos que puedan discutirse ante la ciudadanía y ante los órganos encargados de legislar.
No se trata de ser «progresista» o «conservador», sino de elegir aquellas políticas públicas que mejor se avengan con la evolución y modernización de nuestras instituciones fundamentales.