Reflexiones anacrónicas
Ha pasado el tiempo desde que ocurriera el conflicto civil más cruel de la historia de Chile. Desde que los araucanos destruyeron la mitad del reino tras el desastre de Curalaba en 1598, no se ha visto en nuestro país una crisis más sanguinaria y destructiva, con la humillación deliberada de los vencidos, entre los cuales se contó al Presidente de la República, quien se quitó la vida ante la perspectiva de su dramática derrota. En suma, la más horrorosa de las luchas, que nos dividió en dos bandos irreconciliables, imposibilitando todo diálogo. La responsabilidad de los líderes de la época es innegable, así como la que le corresponde al sector social al que pertenecían. Un país destruido por los odios más perversos.
Me refiero, por cierto, a la Guerra Civil de 1891, la lucha fratricida más asesina de nuestra historia, 20.000 muertos en los campos de batalla de Concón y Platilla, el Presidente Balmaceda muerto por su propia mano y una sociedad tan traumatizada por el odio, que las heridas tardarían cien años en sanar. No fue necesaria una ley de amnistía, sino tres para comenzar a reparar el daño causado. Y las pasiones desatadas sólo cesaron un siglo más tarde, cuando en 1991 se publicó la primera obra de historiografía seria ponderando lo ocurrido.
Cuan lejos estamos de poder contar con una visión serena de lo ocurrido en Chile en el periodo 1964-1990. Las pasiones arden aún, y parecen ser más fuertes en los hijos que en los mismos protagonistas. Tiene razón Paul Johnson, el historiador británico, al declarar que para poder hacer historia es necesario que desaparezcan dos generaciones completas. Es difícil, cuando no imposible, hacer historia de lo contemporáneo.
¿Cuánto tiempo habrá de pasar para que podamos valorar estos hechos históricamente? ¿Un siglo tal vez? Pudiera ser incluso más, pues hemos mantenido vivo el recuerdo de los principales protagonistas. Cerrar las puertas a la ofuscación resulta arduo.
Demos tiempo y espacio a los historiadores del futuro para juzgar, la historia no puede ser secuestrada por versiones oficiales, museos o memorias históricas ideologizadas e intentos de manipulación más o menos sutil. Un anciano profesor decía que para poder comprobar si un hecho era ya parte de la historia había que preguntar por el a un alumno de 4° medio. Si lo conocía el hecho no era historia. Por el contrario, si el alumno lo ignoraba, entonces estábamos en presencia segura de algo histórico. Claro, junto con su buen humor, no faltaba acierto en su afirmación.