¿Quién pone la música en la educación superior?
La discusión en torno a la reforma se ha focalizado, comprensiblemente, en el financiamiento. Sin embargo, el peligro más grave radica en la amenaza a la libertad de enseñanza y la autonomía universitaria. Esta, entendida como la posibilidad que se les reconoce a las instituciones de determinar sus propios fines y los medios más adecuados para lograrlos, constituye un elemento esencial de nuestro sistema educacional. El Estado tiene el deber de garantizarla, de acuerdo a la Constitución.
Existe amplio consenso en el mundo respecto de la importancia de la autonomía universitaria y de la necesidad de cuidarla. Es valorable que el proyecto de ley consagre expresamente la autonomía como un principio que inspira el sistema educacional, pero para garantizarla adecuadamente no basta con declaraciones, sino que se requiere un diseño de políticas coherente con ese reconocimiento, que no se aprecia en la iniciativa legal cuya discusión parlamentaria recién comienza.
Uno de los aspectos que podrían afectar negativamente la autonomía, que se dice promover, es la idea de una acreditación de calidad sobre la base de estándares cuantitativos, que podría derivar en la imposición de maneras únicas de llevar adelante los proyectos institucionales y en restricciones económicas asociadas a su cumplimiento. Lo anterior se hace más evidente si se considera que la acreditación será obligatoria y que, por ende, el cumplimiento de esas exigencias pasa a ser un requisito de existencia de las instituciones.
La acreditación obligatoria será contraria a la autonomía universitaria si es que, como consecuencia de su aplicación, se limita en su esencia la posibilidad de organizar y administrar las instituciones, lo que ocurrirá si se establecen estándares cuantitativos que se deben cumplir y que no necesariamente dicen relación con los fines declarados por la universidad. En vez de concentrar los esfuerzos en desarrollar aquellos aspectos que distinguen e identifican a una determinada institución, un sistema como el descrito pone todos los incentivos a las universidades para que se adecuen al molde propuesto por la autoridad. La posibilidad de desarrollar proyectos diversos se ve limitada y la autonomía reducida a lo que las universidades puedan hacer una vez que han satisfecho estándares arbitrariamente establecidos, que implicarán una carga financiera y que poco pueden tener que ver con su misión.
Hoy vivimos en un mundo en creciente cambio e innovación. Lo que verdaderamente «la lleva» en los países más avanzados es la diversidad. Hay universidades solo de posgrado. Universidades solo de pregrado. Universidades que no tienen campus porque sus aulas son virtuales. Una de las universidades más innovadoras del mundo enseña en instalaciones de la NASA. Esto es el futuro. Pero nada de esto será posible en universidades homogéneas y cuadradas que tienen que ceñirse todas a un molde único. En el discurso siempre se dice que hay que evitar que las universidades se transformen en simples fábricas de profesionales, como en una especie de producción en serie. Lamentablemente, eso es lo que ocurrirá con un sistema que no mire hacia el futuro y castigue la diversidad.
Si a esto le agregamos un Estado que decidirá qué sedes o carreras se pueden abrir, cuáles serán los aranceles y cuántos alumnos pueden ser admitidos, ¿qué quedará de la autonomía universitaria que tanto valoramos hoy?
Distinto es un sistema de acreditación que se concentra en exigir de las instituciones la declaración de un propósito, demostrar que cuenta con los medios y recursos para lograrlo y exigir que lo prometido a los alumnos y sus familias efectivamente se cumpla. En este caso, se compatibiliza adecuadamente la necesidad de dar señales de confianza a la ciudadanía con la autonomía institucional y la diversidad de proyectos universitarios.
La propuesta de un sistema de acreditación obligatorio para las universidades obliga a centrar el debate en diseñar un mecanismo que promueva la calidad sin intervenir en las características específicas de cada proyecto, que lo hacen único, atractivo y autónomo.
Hay un dicho popular que es muy gráfico y claro: «El que pone la plata, pone la música». Con este proyecto, esto será cierto. Si el Estado pone el dinero, las universidades tendrán que bailar al son de la música que las autoridades de turno van a poner. Mal para la autonomía universitaria, y peor para el sistema educacional, en especial si la música ni siquiera es la de hoy, sino la de varias décadas atrás. Una música que en el mundo ya nadie escucha.