Protestas estudiantiles en el socialismo del siglo XXI
Las protestas contra el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela dejan en evidencia las paradojas del socialismo del siglo XXI inaugurado por Hugo Chávez. Es decir, en el más puro estilo populista, eliminando toda intermediación institucional —bien sea de partidos o de cualquier órgano administrativo del Estado—, una vez controlado el poder político, se han realizado todo tipo de acciones que sólo acrecientan el poder del Ejecutivo.
Es así que, bajo un sistema presuntamente democrático, se han llevado a cabo toda suerte de reformas tendientes a acrecentar el poder del gobernante. Resulta difícil pensar que un sistema como ése pueda calificarse de democrático: control sobre la prensa y, con ello, límites a la libertad de expresión; control de la economía, no sólo a través de la imposición de regulaciones, sino que a través de la intervención directa en materia de fijación de precios, expropiaciones, controles de cambio (precios de la divisa); y, por último, lo más grave: la intervención politizada del sistema judicial y la entronización de la discrecionalidad del régimen y sus adherentes.
Esta es la primera paradoja. Las promesas iniciales de la «revolución bolivariana» eran acabar con la corrupción y avanzar hacia un sistema democrático real e igualitario, pero ha terminado reproduciendo los mismos vicios que pretendía erradicar.
Una segunda paradoja tiene que ver con las protestas estudiantiles que están en las noticias internacionales hace varios días. En ellas no se hacen demandas ideológicas, sino que sobre aspectos mínimos de la vida cotidiana y que son centrales a la idea de una sociedad democrática saludable: seguridad ciudadana, inflación bajo control y acceso a bienes básicos. No se debe olvidar que la inflación (oficial) actualmente alcanza el 56,3%, el índice de escasez en enero afectó a uno de cada cuatro productos básicos, y la violencia criminal se cobra un saldo de entre 39 y 79 homicidios anuales por cada 100.000 habitantes —según se trate de estadísticas oficiales o de ONG—, vale decir, entre 11.500 y 23.5000 personas asesinadas (al inicio del gobierno de Chávez, dicha tasa era de 25 homicidios cada 100 mil habitantes. En comparación, la de nuestro país es de 3,3). La respuesta del oficialismo ha sido amenazar con sanciones a los medios de comunicación que «hagan promoción de la violencia»; en buenas cuentas, que muestren la forma en que se están llevando a cabo las protestas, en cumplimiento de su función periodística.
La tercera paradoja se relaciona con los muertos en las protestas y el llamado de Maduro a la pacificación del país. Lo sorprendente es que la lógica detrás del planteamiento de «pacificación» expresa una falta de comprensión de lo que está ocurriendo. Maduro no entiende que es el propio modelo bolivariano el que está haciendo crisis y que, en definitiva, lo que ocurre hoy es la resultante de un programa político, económico y social que fracasó en la mayoría de las políticas que ha diseñado e impulsado para superar los numerosos problemas del país. En buenas cuentas, un modelo de desarrollo «sesentero» que ha descuidado la mayoría de los recursos humanos y materiales de una economía rica en ellos.
No es de extrañar, entonces, que para Maduro lo que está ocurriendo no sea otra cosa que una conspiración en contra suya por parte de «fascistas de la derecha venezolana». No cuando lo único fascista es la política de un gobierno con las características que apreciamos.
Por último, no deja de llamar la atención que mientras países como Cuba, Argentina Bolivia y Nicaragua solidarizan fervientemente con el gobierno de Maduro —con duros epítetos para los venezolanos que se manifiestan en las calles—, el nuestro emita una tímida declaración pidiendo respetar el Estado de derecho, sin llamar las cosas por su nombre. No es casualidad que durante una década y media los sucesivos gobiernos chilenos se hayan comportado con una suerte de asepsia respecto de todo lo que ocurre en Venezuela, con la única excepción de la administración de Lagos.