Por un voto libre
Soy un partidario de que el voto sea libre. Es eso y no otra cosa lo que garantiza el sufragio voluntario: el que todos los ciudadanos puedan ejercer la plena libertad electoral sin presiones ni amenazas de sanción por parte del Estado. El sufragio obligatorio, en cambio, restringe injustamente esa libertad. Nos priva de aquello que los antiguos moralistas denominaban la libertad de determinación: elegir actuar o no actuar. En este caso, votar o no votar. El sufragio obligatorio nos fuerza a votar. Yo pienso que esta decisión ha de quedar siempre en manos del ciudadano. El Estado no puede sustituirlo ni coaccionarlo en un sentido u otro.
Y es que el voto «voluntario» (en realidad, debiera llamarse «plenamente libre») es más congruente con la lógica de la democracia moderna. Si la democracia es el gobierno del pueblo, si se atribuye al electorado soberanía en sus decisiones, es justo entonces no impelerle, en contra de su voluntad, a elegir a representantes que no quiere, o a participar de una contienda electoral que no lo representa.
Conozco bien el gran argumento de los partidarios del sufragio obligatorio: no hay libertad sin responsabilidad. El electorado tendría una especie de deber cívico de participar en los procesos democráticos. Bien en teoría, pero no en la práctica. El talón de Aquiles de dicho argumento es que la democracia ya no funciona como dicen los manuales de derecho constitucional que debiera funcionar. De ahí que el sufragio libre cobre hoy un alto valor simbólico y expresivo.
Permite mejorar el sistema -o cuestionarlo- cuando no cumple sus finalidades. En este contexto, la abstención no tiene por qué identificarse con la irresponsabilidad. Al contrario, es un canal para que se manifieste la libertad ciudadana disconforme con la falta de representatividad.
En esta perspectiva, el derecho de abstenerse en las contiendas electorales es un test de reconocimiento de la democracia contemporánea. Si ella quiere, si ella puede, debe seducir al electorado. Si no lo logra, éste, como legítima respuesta, puede y debe volver por sus fueros: abstenerse libremente de votar por unos representantes que no lo representan.
El sufragio libre tiene así un cierto potencial de sana reacción contra muchas de las patologías del sistema político contemporáneo, particularmente las que surgen de la partitocracia, del clientelismo del régimen de electores cautivos, y más en general, de la impudorosa cohabitación entre el poder político y el poder económico. Es de sobra conocido que ninguno de los teóricos clásicos de la democracia moderna aceptaría estos componentes irregulares como parte habitual del funcionamiento del sistema. Ni Rousseau, Locke, Burke, Paine, Constant, Stuart Mili o Bagehot. ¿Se lo pediremos entonces a nuestros electores en la segunda década del siglo XXI? Es un signo de los tiempos el que el silencio del electorado -la abstención- sea tan temido por algunos sectores. Prefieren mil veces el voto, que siempre habla aunque sea en nulo o en blanco. Y es que la abstención efectivamente es un mal pero no para el funcionamiento de la democracia, sino para la subsistencia de la mala política.