Populismo y elecciones
Por lo general, entendemos que el populismo consiste en las promesas que hacen, ya sea los gobernantes durante su administración o los candidatos durante sus campañas, con el propósito de mantener o acrecentar su popularidad (o también para evitar la impopularidad), o para atraer el favor de los votantes para ganar las elecciones. Es decir, sin importar las consecuencias que se seguirían de cumplir dichas promesas lo que se busca es apelar a lo que la mayoría de los «clientes-ciudadanos» demandan o exigen materialmente.
Sin perjuicio de lo anterior, el populismo entraña adicionalmente otros elementos, tales como que se trata de una práctica y, en consecuencia, no necesariamente es atribuible a una ideología en particular, aun cuando algunas de ellas tienen ese sesgo marcado. Segundo, el populismo supone un lenguaje y una semántica particulares: los «enemigos», los «explotadores», el «interés del pueblo», el «modelo», la «transformación del sistema», la «politiquería», la «crisis de representación», etc. Es decir, se trata de términos y giros idiomáticos que respondan a las desilusiones de la población, y de marcado sentido conspirativo. Por esa razón, se trata, en muchos casos, de un lenguaje altamente antipolítico y, en otros, en que se antagoniza el statu quo, las instituciones vigentes, las cúpulas, señalando la necesidad de cambiarlos para resolver definitivamente el descontento popular.
Un tercer elemento tiene que ver con el hecho de que el populismo normalmente es promovido por actores o líderes que vienen de fuera del sistema y en eso basan su legitimidad. No obstante, en tanto retórica y, en general, lenguaje, el populismo puede constituirse en una estrategia de los propios incumbentes para diferenciarse de sus oponentes. Finalmente, otro rasgo del populismo es que apela a los «ciudadanos-clientes» sin la intermediación de los partidos políticos. Su fórmula consiste en alejarse de los políticos y responder a las demandas de la calle, como si en ella hubiera una verdad absoluta y se expresara el bien común. Para esto, se evitan las plataformas partidistas y sobre todo, se aplica en extremo la ambigüedad programática, para de ese modo evitar precisamente la crítica de oportunismo y populismo. A este respecto, el proceso de primarias principalmente en la Concertación, ha generado una explosión de propuestas que claramente pueden ser etiquetadas como populistas. A modo de ejemplo, se puede mencionar la propuesta de educación gratuita en todos los niveles, bajo el argumento de que se trataría de derechos universales; la idea de volver a un sistema previsional de reparto, sin atender a consideraciones técnicas que demuestran su fracaso hoy y antes; eliminar el sistema de salud privada; la desmunicipalización de la educación; el término de los colegios subvencionados con financiamiento compartido; nuevas reformas tributarias donde hasta el momento se postula aumentar la recaudación hasta 3% del PIB, etc. Pero lo más grave en todo esto es que, en el mejor de los formatos populistas, se proponen cambios en todos estos ámbitos de manera simultánea, o al menos no se señala con claridad que no es posible realizarlos todas de una vez. Más aún, se postula que el mecanismo para llevar a cabo todo este tipo de propuestas es a través de una asamblea constituyente de la que poco se entiende cómo se conformará y que sólo le resta aún más legitimidad al sistema de representación actual. Incluso, se planea que cualquier propuesta constitucional que nazca en el seno del sistema político vigente no tendría legitimidad. Desafortunadamente, después de las primarias la retórica populista no necesariamente se detendrá. Muy por el contrario, las presiones por incorporar a los perdedores y por responder a las demandas de los candidatos que no participaron en éstas pueden inducir a mayor retórica sin responsabilidad.