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UDD en la Prensa

Poder Constituyente: El poder de la incertidumbre

 Julio Alvear Téllez
Julio Alvear Téllez Director de Investigación, Facultad de Derecho

Se ha anunciado un proceso constitucional que puede convertirse fácilmente en un camino de incertidumbre. Sobre todo si se olvida que el Poder Constituyente, fundamento de este proceso, conlleva, junto a lo grandioso, oscuros peligros sobre los que hay que reflexionar.
El Poder Constituyente es una categoría diseñada por el abate Sieyes en 1789, al calor de la Asamblea Constitucional francesa. En su época condensó la más alta aspiración política del racionalismo dieciochesco: rehacer una nación desde cero por medio de normas ideales reputadas «perfectas», elaboradas por expertos intérpretes de la razón universal y de la voluntad popular. Tan expertos, que desde sus despachos formulaban recetas de gobierno y declaraciones de derechos como quien escribe recetas de cocina.
El resultado fue desastroso. Ninguna Constitución ideal se avino con el país real. Solo incertidumbre. En tan solo diez años, Francia conoció cuatro Constituciones «perfectas» en el papel: la de 1791, del año I (1793) del año III (1795) y del año VIII (1799). Mientras tanto, la milenaria estabilidad política y jurídica del antiguo reino cayó por los suelos hasta el advenimiento de Napoleón, quien a su vez también estableció una Constitución tras otra: la del año X (1802) y del año XII (1804), abrogadas asimismo a los pocos años. Es el precio de no respetar la Constitución histórica, como ha recordado en nuestro medio Bernardino Bravo.
Sacar a colación el proceso constitucional francés, un auténtico paradigma, no deja de ser oportuno. Hoy como ayer, el mito del Poder Constituyente tiene mucho de ilusorio. Permite iniciar el proceso de dar y quitar Constituciones de papel como si la realidad pudiera contenerse dentro del léxico jurídico. Basta con imaginar el mejor de los mundos posibles, que ya cabe en la Constitución. Es lo que Gaxotte denomina la «buena república», o Derrida «la democracia para otro día». Garantizar constitucionalmente a las generaciones presentes fórmulas de buen gobierno o derechos realizables a cuenta de un futuro que nunca llega.
La Constitución puede asegurar la representación política, pero si no hay prestancia y pulcritud en los representantes, el texto queda en nada. La salud puede consagrarse como derecho justiciable, pero si el país no es capaz de producir infraestructura adecuada o recursos humanos, tecnológicos y materiales suficientes, solo tendremos un bonito enunciado lingüístico. Podemos incluso hablar de educación de calidad, pero a ella no llegaremos mientras la cultura, incluso la urbanidad, vayan en retroceso.
También el Poder Constituyente se asocia a un peligro de sabor totalitario. En su tiempo, los jacobinos lo transformaron en un poder demiúrgico, un poder total, que no reconocía ni libertad ni propiedad previa. Un poder además permanente y estable destinado a poner en jaque a los poderes constituidos.
Pocos son los que hoy en día evocan esta faceta totalitaria del Poder Constituyente. Muchos la cubren evocando el consenso o la participación popular. Pero lo cierto es que no es un problema de número, sino de alcance: si realmente se cree que el Poder Constituyente es refundacional, que puede hacer tabla rasa de nuestro actual régimen de derechos y de gobierno, aún de aquellas bases que nos han llevado al desarrollo y a la posesión pacífica de libertades concretas, entonces lo único cierto constitucionalmente hablando, es la incertidumbre. Cabría preguntarse si el país le ha dado al Poder Constituyente competencia tan desmedida.