¿Pero qué reformar al sistema político?
Si es verdad que el Presidente no condiciona los cambios del sistema político a las reformas tributaria y de pensiones, corresponde debatir cuáles debieran ser los ejes prioritarios de esos cambios. El objetivo fundamental de la reforma política es, sin duda, revertir el escenario de fragmentación partidista en la que estamos sumidos. Ello, con miras a que el sistema sea capaz de lograr acuerdos valiosos que permitan avanzar tanto en bienestar social, como en la legitimación de la institucionalidad democrática.
Un primer eje de reforma debiera promover la disminución de la cantidad de partidos políticos con representación parlamentaria. Esto admite diversos mecanismos que son debatibles y legítimos. Se puede, por una parte, aumentar los requisitos para formar un partido. Pero también es razonable resucitar el umbral de votación mínimo sugerido en el pasado proceso constitucional. Según esta propuesta, se permite que el parlamentario en principio electo en determinado territorio llegue al Congreso solo cuando el partido en el que milita alcance no menos del 5% de votación a nivel país. La limitación numérica de partidos es por vía indirecta, pero atendiendo a criterios sustantivos y razonables. Se puede acceder al Poder Legislativo solo se tributa a una corriente partidista relevante, y se desincentiva al caudillismo localista que entorpece los acuerdos.
En segundo lugar, la reforma necesita consagrar la disciplina partidaria. Quien resulta electo pierde su escaño si renuncia a la filiación del partido con la que fue electo. No se trata de que el partido pueda remover a sus parlamentarios en una suerte de chantaje ideológico, ni tampoco de desconocer que la desafiliación de un parlamentario no siempre evidencia un afán personalista de quien renuncia. Lo que busca una norma de este tipo es desincentivar la práctica por la cual ciertos liderazgos se valen del cupo partidista para entrar al Congreso, para luego desechar su filiación, con ello defraudando a sus electores y sobre todo debilitando la posibilidad de los partidos de adoptar acuerdos válidos y creíbles. Es cierto que este mecanismo impone una exigencia mayor a los candidatos respecto de su decisión de correr por tal o cual partido o lista, atendido el hecho que saben desde antes que su desafiliación trae aparejada consecuencias importantes. Pero los hechos han demostrado que la disciplina partidaria es un bien jurídico digno de protección. Es condición habilitante para que si quiera exista algo así como la capacidad de los partidos de asumir compromisos válidos.
Finalmente, la reforma al sistema político necesita revisar el sistema electoral. En lo personal, confieso regresaría directamente al vilipendiado sistema binominal. Aquel que junto a los quórums diferenciados en la aprobación de leyes resultó crucial para la mantención de la ya mítica «estabilidad chilena de los treinta años». Entendiendo que esto no es viable, es indispensable explorar alternativas que permitan revertir el sistema actual que en vez de acuerdos y coaliciones, favorece la atomización y la búsqueda de votantes de nicho. La reducción de distritos y de escaños por distrito son caminos a explorar. El modelo actual, que combina representación proporcional y apertura de listas (votación por personas y no por partidos) ha probado ser la receta perfecta para deslegitimar la representación formal en nuestra democracia.