Otra mirada al costo del atraso
En su columna de ayer, el rector Carlos Peña plantea, con buenas razones, que el costo del año adicional a la duración formal de las carreras universitarias debería ser pagado en muchos casos por el fisco y propone una ingeniosa fórmula para establecer cuándo correspondería.
Parto por señalar que, a mi juicio, el problema de fondo es cómo garantizar la educación de los estudiantes hasta su término, pregunta que abre muchas opciones y no está acotada solo a la gratuidad.
Suscribo el planteamiento de Carlos Peña de que no es posible quitarles el bulto a los problemas que ha traído a las universidades la gratuidad argumentando que esto es imputable a un gobierno anterior, pero tampoco resulta razonable partir de la base de que la ley que tenemos hoy no puede ser modificada.
También concuerdo con que no es cierto que el rendimiento sea función solamente del esfuerzo personal de cada estudiante universitario, porque el capital cultural que poseen muchos alumnos de los seis primeros deciles es precario. Pero en el largo plazo este problema debería atacarse poniendo más recursos en la educación parvularia y escolar, porque solo mejorando esta se podrá reducir la gigantesca brecha que hoy existe con la privada.
El rector Peña sostiene que ese año adicional debe ser pagado con rentas generales, al menos parcialmente. En eso no puedo estar de acuerdo con él, porque los recursos de la nación no son ilimitados y tienen usos alternativos que pueden ser prioritarios. La discusión que propone es muy legítima, pero a mi juicio debe ser abordada desde una perspectiva más amplia. La pregunta es si, en justicia, el Estado debe pagar por el sexto año de Educación Superior de algunos alumnos, sin mirar qué otras necesidades apremiantes tiene Chile hoy. Asumamos por un momento la situación de una familia de clase media vulnerable. Lo que debemos decidir, como país, es si ese millón de pesos adicional debe financiar a una alumna universitaria a punto de egresar o a su hermano menor que necesita ir a un buen parvulario o a su madre que necesita atención hospitalaria y lleva meses esperando o a su abuelo que tiene una pensión que no le alcanza.
Creo que es necesario dejar de lado las posiciones ideologizadas respecto de la gratuidad y entender que esta política, como está diseñada, llevará a muchas instituciones al descalabro financiero. Porque, por muy buenas razones, el Estado no podrá seguir aumentando su gasto en Educación Superior en el futuro.
Para analizar en profundidad este tema, es necesario revisar lo ocurrido en los últimos años. Antes de la Ley 21.091 no existía este nivel de aportes. Y Chile ya hizo un tremendo esfuerzo para financiar la educación superior. Las cifras oficiales del Mineduc indican que entre 2015 y 2019 el presupuesto en Educación Preescolar aumentó en un 10%, el de Educación Escolar en un 10% y el de Ciencia y Tecnología también creció en un 10%. En el mismo período, el presupuesto de Educación Superior lo hizo en 75%. Estas cifras dejan en evidencia que ningún gobierno en el futuro tendrá voluntad política, ni apoyo ciudadano, para aumentar el gasto en nuestros estudiantes universitarios que, además, distan mucho de ser los jóvenes más vulnerables del país.
Una estimación con supuestos razonables indica que un alumno que tuviese que endeudarse para pagar un año adicional de Medicina —normalmente la carrera más cara— en alguna de las mejores universidades del CRUCh, debería pagar cuotas de menos de 35 mil pesos mensuales para saldar su crédito y, consiguientemente, menos de 70 mil si se excede en dos años en sus estudios. Estos montos no parecen inabordables, más aún si el servicio de la deuda está sujeto al nivel de ingresos de quienes la suscribieron.
Por lo tanto, para ser concreto, propongo tres cambios a la ley que permitirían un respiro a las universidades que hoy miran con temor el futuro. La primera es acotar la política de gratuidad a los seis primeros deciles, tal como está hoy. Mantener esta política pública ya implica un gigantesco esfuerzo para un país en el que todavía hay muchas carencias. En segundo lugar, resulta indispensable eliminar la fijación de aranceles a los alumnos pertenecientes a los deciles 7, 8 y 9, para que sus familias aporten con más recursos a la educación de sus hijos universitarios, o que estos tengan acceso a un crédito subsidiado y contingente al ingreso, que les permita postergar el pago hasta que estén ejerciendo como profesionales. Por último, este mismo crédito debería estar disponible para quienes no terminen sus estudios en el plazo que corresponde.