Debilitamiento de la estructura judicial
Los últimos acontecimientos de nuestra vida institucional acusan un evidente deterioro de la estructura judicial. Con cierta frecuencia se dictan leyes que sustraen del conocimiento de los tribunales conflictos de muy diversa índole, con el pretexto de que se trata de cuestiones técnicas que deben analizarse por expertos en la materia. Incluso, el llamado tus puniendi de la Administración extiende peligrosamente sus tentáculos, apropiándose de decisiones de carácter estrictamente jurídico que caen en la órbita de la competencia exclusiva de los jueces ordinarios.
No menos significativo es el hecho de que el proyecto sobre reforma procesal civil, siguiendo los lincamientos del nuevo proceso penal elimine el recurso de casación en el fondo, que determina el sello característico que da fisonomía a nuestro sistema.
Desde esta perspectiva, la reacción de la Corte Suprema, ante la crítica de una ministra de Estado respecto de un fallo judicial, parece proporcionada al nivel de la amenaza que se cierne sobre sus funciones específicas. Lo anterior, por cierto, no puede coartar el derecho de la funcionaría pública para comentar —no revisar— los fundamentos de una resolución jurisdiccional, mucho menos cuando se trata de una determinación que incide en proyectos de su cartera y que compromete importantes intereses públicos presentes y futuros. Se trata, entonces, de reacciones plenamente justificadas que, si bien parecen chocar frontalmente deben ponderarse, medirse y comprenderse atendiendo a la naturaleza y misión de cada potestad.
El problema que enfrenta el Poder Judicial es serio y demanda una cuidadosa atención de la ciudadanía. En apretada síntesis, podría describírselo como la gradual pérdida de competencia respecto de áreas que le son propias, la creación de tribunales especiales que se avocan a cuestiones técnicas con prescindencia de sus aspectos jurídicos, la lentitud de reformas que se arrastran desde hace décadas en el Congreso Nacional, la dependencia en el manejo de su presupuesto y, en este momento, la evidente politización de muchos jueces que, junto con estigmatizar abiertamente la estructura judicial, calificándola «de cuño monárquico, pre republicano y pre democrático», promueven agrupaciones de inocultables perfiles ideológicos.
La intención apunta a abolir las prerrogativas que corresponden a la Corte Suprema, a fin de hacerla perder la superintendencia directiva correccional y económica de todos los tribunales de la nación, como lo dispone la Constitución Política de la República. Poco puede esperarse de jueces vinculados a un poder tan primitivo y obsoleto que no ha alcanzado, según sus detractores, los valores republicanos y democráticos que dominan el siglo XXI y que mantiene aún, una composición monárquica.
El Poder Judicial es uno de los pilares del Estado de Derecho. No puede él estar sujeto permanentemente a embates externos de carácter político e internos que provienen de sus propios funcionarios, afectando la «seguridad jurídica» y perturbando a la ciudadana. La politización de la tarea jurisdiccional es nefasta, sea que obedezca a factores extrajudiciales o que tenga origen en su propio seno. La Constitución de 1980, recogiendo experiencias muy dolorosas para el país, fortaleció la independencia de los tribunales, prohibiendo, tanto al Presidente de la República como al Congreso Nacional, «ejercer funciones judiciales, avocarse causas pendientes, revisar los fundamentos o contenido de sus resoluciones o hacer revivir procesos fenecidos».
No previó, sin embargo, la descomposición que acarrea la contaminación política ideológica de sus integrantes, precisamente, porque ello debía ser enmendado por la Corte Suprema, dotada de prerrogativas suficientes para estos efectos. Por consiguiente, desconocer o impugnar sus facultades, constituye el camino más seguro para ahondar la crisis que se proyecta sobre la juridicidad.
Tengo la certidumbre de que la mayoría de nuestros jueces son leales a los principios de prescindencia política y de recta aplicación de la ley. Pero las minorías son siempre precursoras de cambios y trastornos. Es hora de enfrentar estos problemas sin ambages ni eufemismos, porque las vacilaciones en este orden de cosas serán siempre un factor destructivo. Deben los jueces y movimientos implicados en este verdadero juzgamiento a la Corte Suprema ventilar con claridad sus proposiciones, someterlas al debate público y justificar sus diatribas a la estructura judicial de que forman parte. De lo contrario, seguirá, subterráneamente afectándose la fortaleza de las raíces sobre las que descansa la judicatura con consecuencias imprevisibles.