Cuotas electorales: No hay santos ni demonios
Es un error santificar o demonizar tanto a las cuotas electorales como a quienes las apoyan o rechazan. Existen dos temas de fondo: discriminación y representación política. Desde la primera, no hay duda que las cuotas ayudan a corregir una discriminación sistémica contra la mujer. No obstante, las beneficiadas son el segmento menos desaventajado dentro de las mujeres (efecto “creamy layer”) y existen grupos aún más invisibilizados que no tienen acceso a las cuotas electorales (e.g., discapacitados, migrantes, pobreza extrema).
Desde la representación, las cuotas adhieren a la noción de “espejo” —me representa porque “me refleja”— en cuanto mujer. Esta representación puede complementar la tradicional basada en las ideas e intereses —me representa porque piensa como yo—, pero no sustituirla si queremos conservar la democracia. Además, en el caso de las mujeres, se trata de un grupo tan grande que una real representación espejo exigiría la presencia de distintos tipos de mujeres en el Parlamento que reflejen su diversidad, cuestión que no se ha logrado (parlamentarias y parlamentarios provienen de las mismas élites).
El diseño de la cuota también es fundamental. Si son muy laxas, es fácil evadirlas. Si son muy rígidas se convierten en antidemocráticas (por eso no hay escaños reservados para mujeres, la forma más rígida, en los parlamentos de las democracias occidentales).
Finalmente, si bien la cuota puede ayudar, no puede convertirse en un placebo que nos haga olvidar que las verdaderas razones de la discriminación en contra de la mujer son mucho más profundas y difíciles de combatir. Tampoco que existen otros grupos discriminados —y multidiscriminados—, completamente invisibilizados y que requieren atención preferente.