Muñeca inflable
El vergonzoso episodio de la muñeca inflable – en el marco de un congreso de la Asociación de Exportadores de Manufacturas (Asexma) se le regaló al ministro Céspedes una muñeca pornográfica – despertó enorme indignación pública. Las razones son tan evidentes que ni siquiera hace falta repasarlas, pero marca claramente algunas insinuaciones respecto de la fisonomía social de nuestro país.
En primer lugar, denota un grado de bifurcación cultural extremadamente amplio entre distintos grupos de la sociedad. No tanto porque no puedan concebirse situaciones similares en otros contextos, sino porque resulta incomprensible la falta de pudor y la ausencia total de visión respecto de las consecuencias de un acto así.
Considerando la enorme cantidad de información en los últimos años acerca de las injusticias, inequidades, violencia e irrespeto hacia la mujer, y tomando en cuenta además que el tema de la inequidad de género forma parte ya de los tópicos permanentes en los medios de comunicación, de la política, y de diversas instituciones; resulta no sólo condenable lo ocurrido, sino, hasta cierto punto enigmático. La razón es que, aparentemente, ninguno de los presentes en la entrega del regalo manifestó incomodidad, rabia, o cuando menos, indiferencia.
Todos tuvieron, de forma natural, una reacción jocosa. Y sólo después, en un acto retrospectivo, pidieron disculpas. Esto resulta, a primera vista, inexplicable.
El filósofo Michel Foucault aborda este tema en su conocido libro “Vigilar y castigar”. Para él, las sociedades establecen ciertas normas de conducta ideal para roles y ocupaciones, determinando recompensas y castigos para aquellos individuos que coinciden o se desvían del ideal. El concepto que ocupa es el de ‘normalización’, vale decir, un proceso social a partir del cual ciertas ideas y acciones pasan a ser naturales o se dan por sentado. Foucault menciona que estos procesos manifiestan un ‘poder disciplinario’ lo que, en último término, refleja un mecanismo de control social.
Pues bien, una hipótesis es que ni el ministro Céspedes, ni Alejandro Guillier, ni José Miguel Insulza, ni Fantuzzi veían (en su intimidad instintiva) nada malo en ese regalo. Era una simple humorada. Pero eso manifiesta un estándar de normalización porque eso es precisamente lo que se espera de ellos (reírse, bromear y minimizar a la mujer). Y esto podría manifestar que una parte de la elite política y empresarial no piensa que lo ocurrido sea algo para escandalizarse, porque el escándalo presupone estar al tanto de que se está haciendo algo mal.
Si la hipótesis es cierta, entonces el episodio refleja no sólo el poder de los procesos históricos y sociales para moldear las apreciaciones de lo que es aceptable e inaceptable, sino también la amalgama cada vez más importante entre el ámbito de lo público y lo privado. Porque – no hay que ser ingenuo – la objetivación, sexualización y cosificación de la mujer ocurre de forma permanente.
Pero hay marcadas diferencias en su impacto cuando aquello ocurre en la intimidad que cuando ocurre a la luz de cámaras, twitter y prensa. No quisiera con esto proyectar la idea de que una misoginia en la intimidad no sea grave. Lo es y debe rechazarse. Pero, en el ámbito de la sociedad y la política, es muy distinto el efecto que tiene la trivialización colectiva y pública de hacer aparecer a la mujer como objeto, que pensar en aquello en soledad. El misógino posiblemente nunca dejará de serlo, pero si observa que hay un costo social cuando se transparenta su misoginia en público, tenderá a regular su comportamiento para que se adecúe a un nuevo normal. Como bien lo decía Hannah Arendt: la política debe orientarse a la construcción de espacios públicos de acción y deliberación.
Y lo privado (en algo que la filósofa alemana no coincidía), ha ido colonizando dichos espacios porque ya no sólo deliberamos sobre el tipo de sociedad que queremos construir, sino del tipo de persona que queremos ser. Seguirán existiendo reuniones entre hombres donde la mujer sea vilipendiada; pero seguramente este episodio terminará contribuyendo a que, en nuevos congresos, ni siquiera se discuta la idea de si es apropiado una broma bochornosa y de pésimo gusto a costa de un género completo.
Esto último permite aludir a un par de asuntos finales. El primero se refiere a comentarios relativamente apologéticos sobre lo sucedido. Estos se han presentado en forma de calificar las respuestas a lo que pasó como exageradas, o incluso en base a un criterio de comparación (¿no hacen las mujeres bromas de mal gusto a costa de los hombres?) Creo que ambas respuestas pierden realmente el foco.
La pregunta no debiera estar enfocada en si una reacción es exagerada o no, sino en qué la hace aparecer así a ojos de algunas personas. Y esto es indicativo de un problema serio: una falta de empatía para entender reacciones que no nos parece adecuadas bajo nuestros propios estándares, o una incapacidad de intentar entender la propia subjetividad del otro.
Si una persona reacciona ‘exageradamente’ es porque aquello sobre lo que está reaccionando le importa en demasía, porque ve en esos actos una afrenta que trasciende la individualidad y que engloba a una categoría completa. Pero calificarlo de ‘exagerado’ es, al mismo tiempo, minimizarlo y restarle importancia; cuando lo que cabría intentar hacer es reflexionar sobre las causas de dicha reacción – sean exageradas o no.
Sobre la comparación, me parece que el raciocinio es falaz. De partida, las bromas de mal gusto a costa de los hombres suelen concentrarse en sus atributos psicológicos; pero raramente se hace del hombre un objeto o una cosa. Con la mujer ocurre un poco al revés. Se la priva de su humanidad porque se la transforma en ‘algo’ no en ‘alguien’. Y quizás por eso resulta tan inaceptable.
Porque violan lo que Platón y después Hegel llamaban el ‘deseo de reconocimiento’, la idea de que queremos ser reconocidos como sujetos con iguales condiciones, derechos, capacidades. Pero una cosa o un objeto no tiene ni lo uno ni lo otro. Pasa a ser simplemente una entidad cuyo único propósito es satisfacer ciertas fantasías sexuales de quienes, más aún, creen tener la potestad para determinar cuál es su rol en sociedad.
No se trata acá de pretender eliminar toda esfera de humor (incluso si es de mal gusto), sino de entender que hay fronteras que – si se traspasan – provocan mucho más daño que el humor que buscan despertar. La indignación colectiva, no obstante, permite avizorar que se está avanzando en la dirección correcta. Y la vergüenza colectiva de la elite político-empresarial del país implicará que estos episodios serán cada vez menos frecuentes. Esperemos que la frecuencia derive en su desaparición definitiva.