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UDD en la Prensa

Marx, los derechos humanos y la libertad

 Mauricio Rojas
Mauricio Rojas Director Cátedra Adam Smith FEN

Hace poco mandé un tuit que sorprendió a algunos. En él decía: “G Teillier, presidente del PC, critica defensa de DDHH en Venezuela. Nada raro: Marx quería abolirlos por egoístas y opuestos al colectivo”. Lo sorprendente no era, por cierto, lo de Guillermo Teillier, admirador reconocido de dictaduras como la de Corea del Norte y Cuba, sino lo de Marx. Por ello quisiera desarrollar esta materia, clave para entender el marxismo, de una manera que la brevedad de los twitter no permite hacerlo.
El tema de los derechos humanos está amplia y explícitamente desarrollado por Marx en su ensayo Sobre la cuestión judía (Zur Judenfrage), publicado a comienzos de 1844 en los Anales Franco-Alemanes. En este texto, Marx dirige una dura crítica al significado mismo, de principio, de los derechos humanos tal como los mismos se plasmaron en las célebres declaraciones estadounidense y francesa de los mismos. Estos derechos son criticados por ser, a su juicio, la expresión del hombre egoísta, la quintaesencia del derecho superior del individuo frente al colectivo o a la sociedad.
Las palabras de Marx a este respecto merecen ser citadas con cierta extensión ya que estamos aquí en presencia de la esencia antiliberal del paradigma que formará el núcleo mismo de la futura ideología marxista:
Constatemos ante todo el hecho de que, a diferencia de los droits du citoyen, los llamados derechos humanos, los droits de l’homme, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad civil, es decir del hombre egoísta, separado del hombre y de la comunidad […] Ninguno de los llamados derechos humanos va por tanto más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad civil, es decir del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad. Lejos de concebir al hombre como ser a nivel de especie, los derechos humanos presentan la misma sociedad y la vida de la especie como un marco externo a los individuos, como una restricción de su independencia originaria.
Para Marx los únicos derechos importantes son los derechos políticos, es decir, los del ciudadano en su calidad de tal. De esta manera, y al igual que Hegel, el hombre deja de existir en sí para quedar reducido a su calidad de miembro del Estado (o de la comunidad políticamente organizada) y a los derechos que éste le reconozca como ciudadano. Es por ello que Marx no puede entender como los franceses pudieron crear un tipo de derechos que sólo son obstáculos ante la voluntad política colectiva, derechos que crean una esfera que está más allá de la política o del colectivo:
Es bastante incomprensible el que un pueblo que precisamente comienza a liberarse, a derribar todas las barreras que separan a sus diferentes miembros, a fundar una comunidad política, que un pueblo así proclame solemnemente (Declaración de 1791) la legitimidad del hombre egoísta, separado de su prójimo y de su comunidad.
Lo que Marx quiere es la sociedad total, que todo lo abarca, sin barreras –es decir sin derechos individuales que le pongan límites– entre el hombre y el colectivo social representado por el Estado. Esta es, exactamente, la esencia de la definición original de los conceptos de Estado totalitario y totalitarismo, tal como Mussolini los usó ya en los años veinte del siglo pasado: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado.”
Es justamente esta forma totalitaria de ver las cosas la que hace que Marx manifieste un particular desagrado por la idea de libertad, como libertad individual, expresada en la Constitución francesa de 1793 en que se dice (artículo 6, que no es sino una repetición de la famosa declaración de 1791) que “la libertad es el poder que tiene el hombre de hacer todo lo que no perjudique los derechos de otro”. Ante esto Marx comenta:
O sea que la libertad es el derecho de hacer y deshacer lo que no perjudique a otro. Los límites en los que cada uno puede moverse sin perjudicar a otro se hallan determinados por la ley, lo mismo que la linde entre dos campos por la cerca. Se trata de la libertad del hombre en cuanto nómada aislada y replegada sobre sí misma.
Para con esta libertad tan clásica, que es la esencia del liberalismo, ni Marx ni los marxistas tendrán la más mínima simpatía. Tampoco la tendrán otros totalitarios como ser los fascistas italianos, los nazis alemanes o los fundamentalistas islámicos.
La evidente continuidad existente entre Hegel y Marx en este terreno no debe, sin embargo, ocultar la importante diferencia entre el realismo conservador del pensamiento totalitario de Hegel y el utópico revolucionario del totalitarismo de Marx. La totalidad de Hegel es una sociedad heterogénea, diferenciada y jerárquicamente organizada, es decir, una diversidad social organizada como un todo orgánico en el seno del “Estado racional”. Los individuos siguen por ello siendo distintos y desiguales, de acuerdo a la función social y el lugar que ocupen en esa totalidad. Marx no puede aceptar esta solución, que para él no hace sino conservar las divisiones del pasado. Su totalitarismo es radicalmente nivelador y se plasma por ello en la idea de una sociedad futura en que se realiza la abolición de toda diferencia y heterogeneidad. Se trata, con otras palabras, del sueño de una “sociedad homogénea”, para usar la expresión que el filósofo italiano Lucio Colletti utiliza para describir la utopía de Marx, es decir, de una sociedad sin clases, jerarquías o grupos de interés, en la cual Estado y sociedad civil se reunifican tal como lo hacen el colectivo y los individuos. Esta utopía totalitaria e igualitaria es, evidentemente, la matriz del sueño comunista de Marx y sus seguidores.
Marx va, sin embargo, más allá de la pura idea del surgimiento de una sociedad total homogénea. Plantea, además, la idea de la renovación del ser humano y el nacimiento de un hombre nuevo, para usar la expresión que Che Guevara popularizase. De una manera que recuerda el misticismo mesiánico medieval plantea el surgimiento de lo que podríamos llamar el “hombre-especie”, es decir, un hombre amalgamado con la especie humana, con el colectivo de los hombres. Se trata de la desaparición radical del individuo como realidad única e irreductible. Así, desaparecido el individuo desaparecerá el individualismo y con ello toda división social. Sus palabras merecen, por todo lo que dicen sobre la esencia místico-religiosa del marxismo, ser meditadas con detención:
Sólo cuando el hombre real, individual, reabsorba en sí mismo al abstracto ciudadano y, como hombre individual, exista a nivel de especie en su vida empírica, en su trabajo individual, en sus relaciones individuales; sólo cuando, habiendo reconocido y organizado sus ‘fuerzas propias’ como fuerzas sociales, no se separe de sí la fuerza social en forma de fuerza política; sólo entonces, se habrá cumplido la emancipación humana.
Para lograr el objetivo de emancipar definitivamente al hombre de toda alienación y crear este hombre nuevo que es el “hombre-especie” no hay para Marx más opción que eliminar la verdadera esencia de la sociedad moderna que no es otra que el interés privado y el afán de lucro, así como su base que es el poder de la propiedad privada y del dinero. Esto es lo que Marx en este momento de su evolución designa con la expresión Judenthum (judaísmo), ya que según él la esencia misma del judaísmo no es otra que esta actitud capitalista llevada a su extremo. Sus palabras, que parecen sacadas de un panfleto antisemita nazi, son contundentes (los énfasis son de Marx):
No busquemos el secreto del judío en su religión, sino el secreto de la religión en el judío real. ¿Cuál es la base profana del judaísmo? Las necesidades prácticas, sus intereses. ¿Cuál es el culto profano del judío? La usura, la especulación. ¿Cuál es su Dios? El dinero.
Es por ello que, a su juicio, la supresión de todo esto implicará la supresión definitiva del judaísmo mismo:
Bueno, pues la emancipación de la especulación y del dinero, o sea del judaísmo práctico, real, será la emancipación inmanente propia de nuestro tiempo. Una organización de la sociedad que suprimiese los presupuestos, es decir la posibilidad, de la usura, habría acabado con el judaísmo.
Con ello, a juicio de Marx, la misma religión judía llegaría a su fin ya que con ese cambio “la conciencia religiosa judía se disolvería como un jirón de niebla en el aire real que respira la sociedad.”
En los párrafos finales de Sobre la cuestión judía se unen todos los cabos. La idea del fin del judío como tal se funde con la idea del fin del individuo en lo que vendría a ser el final apoteósico de la vida escindida y conflictiva de la especie humana y el surgimiento del hombre-especie (énfasis de Marx):
Tan pronto como la sociedad logre superar la realidad empírica del judaísmo, el chalaneo y sus presupuestos, el judío se habrá hecho imposible; su conciencia habrá perdido su objeto, la base subjetiva del judaísmo –las necesidades prácticas– se habrá humanizado, el conflicto de la existencia individual-sensible del hombre con su existencia a nivel de especie se hallará superado.
Estas son las ideas que se plasmarán en la propuesta comunista de Marx y sus seguidores, que por lo mismo despreciarán la democracia. A su juicio, este sistema político, con su diversidad de partidos y sus elecciones competitivas, no es sino una expresión de la “sociedad burguesa”, en la que reina el egoísmo individualista y se contraponen diversas clases e intereses. Hablarán por ello, despreciativamente, de “democracia burguesa” y frente a ella levantarán la utopía de la sociedad-comunidad, la sociedad de la camaradería, el altruismo, el hombre nuevo y el partido único, como en Cuba o en Corea del Norte.

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