Los costos de la política simbólica
Sería un insulto a la inteligencia de los personeros de gobierno, a los miembros de su coalición o a sus simpatizantes, pretender que no entienden por qué gran parte de la opinión pública (por ejemplo, en las redes sociales) les atribuye algún grado de responsabilidad por el acelerado descenso en la barbarie que el país ha experimentado el último tiempo.
Dicha suposición sería todavía más oprobiosa si se considera la enorme importancia que la extrema izquierda (es decir, la que ahora nos gobierna) otorga a la dimensión simbólica del discurso y de los hechos. Su susceptibilidad a este respecto es tanta, que no suele tener remilgos en igualar las opiniones y los hechos (por ejemplo, las opiniones homófobas y los ataques homófobos), los actos y las omisiones (por ejemplo, intentar derrocar a un gobierno y no apoyar un presunto “pacto fiscal”) o los efectos sistémicos y las acciones deliberadas (por ejemplo, el alza del desempleo y el terrorismo en la macrozona sur).
Esa susceptibilidad explica, por ejemplo, que esa izquierda dude de la legitimidad de la libertad de expresión o afirme cosas como que el alza de los precios en los supermercado es “violenta”. Dicha izquierda ha construido su proyecto político sobre la base del abuso, del manoseo, de las conexiones simbólicas entre personas, eventos y cosas. Y lo ha hecho hasta el punto de prescindir de la elaboración de políticas públicas. Por eso carece de ellas. O al menos de unas factibles, y capaces, por tanto, de trascender el plano de las meras enunciaciones y reivindicaciones simbólicas.
El hecho de que el Gobierno no sea capaz de avanzar un paso en la reconstrucción de Valparaíso, imponga a los funcionarios públicos el deber de hablar con “e” (el cansino “lenguaje inclusivo”) o que invariablemente afirme que los medios de comunicación exageran los crímenes en la crónica roja, es un efecto de esa mentalidad mítica, que bordea el pensamiento mágico.
Quienes tienen tanta sensibilidad para la dimensión simbólica de la política no deberían tener dificultades para entender que la permanente derogación moral de Carabineros, las pifias al himno nacional en la Convención que apoyaron, o la adoración del “perro matapacos”, los convierten, por asociación —y en virtud de la misma lógica que promovieron— en corresponsables de todos los insultos y crímenes que, de aquí hasta quién sabe cuándo, se cometan contra Carabineros y demás agentes de la ley. Los símbolos que quienes están gobernando han y siguen, en muchos casos, reivindicando —deleznables en su totalidad e incompatibles, además, con una sociedad libre y consciente de su propia dignidad, como Fidel Castro o el Che Guevara— propician además esa asociación.
La causalidad mítica funciona por asociación (pinchar un muñeco es herir a la víctima), es incontenible (una asociación lleva a otra) e impredecible (un mismo objeto puede ser benéfico o maléfico, según el caso). Quienes pretendían, por ejemplo, que un empresario coludido representa a todos los empresarios o, más aún, que por asociación simbólica Piñera era Pinochet, tienen que soportar ahora que se los identifique con quienes matan carabineros.
La extrema izquierda cayó en el error de pensar que el Cuerpo de Carabineros tenía fuerza física, pero no simbólica. Los carabineros exponen sus vidas para defender a la población, que es muchísimo más de lo que cualquier personero de gobierno expondrá nunca por la ciudadanía. No es de extrañar, entonces, que esa ciudadanía considere que la sangre de los carabineros es preciosa.
Es hora de que el Gobierno y sus simpatizantes vayan, de una buena vez, tomando nota de eso.