La trampa de la Ley de Inclusión
Imagínese que Ud. tiene la facultad de generar las reglas del juego que lo benefician, ¿le diría a su contraparte cómo lo benefician a Ud. esas nuevas reglas, si estas lo perjudican a él? La Ley de Inclusión es una de esas reglas que tiene una apariencia dócil, progresista… inclusiva. ¿Quién podría estar contra la inclusión y a favor de la discriminación? Lamentablemente, no se trata solo de eso.
Las leyes lo que hacen por lo general es prohibir. Si una ley prohíbe, por ende, le prohíbe hacer algo a alguien. Si una ley garantiza, al mismo tiempo empodera a alguien para dar esas garantías y, por otro lado, libera de alguna responsabilidad a alguien. Veamos de cerca la Ley de Inclusión.
Se ha sostenido que la nueva ley prohibirá a los colegios sancionar con suspensión, por ejemplo, sobre la base de la indumentaria. ¿Significa aquello que el colegio se verá obligado a recibir a los alumnos vestidos de cualquier manera? En la letra, no.
Si somos optimistas, los proyectos de los colegios serán una suerte de contrato vinculante que suscribe el padre, y eso sí lo obligaría a respetar las normas. Pero, finalmente, ¿dónde se decide todo esto? La decisión final está en la Superintendencia de Educación, que es la garante. ¡Eureka! En el Estado. Esa será la instancia, como ya la es hoy, donde el padre que “se sienta discriminado” apelará a la decisión de un colegio, independientemente del proyecto educativo. En este sentido los reglamentos serán letra muerta, por lo que en definitiva no se podrán tomar medidas que sancionen a los alumnos, incluso si el padre adhirió a ese reglamento. Que no se pueda sacar del aula a un alumno queda, al final del día, al arbitrio de la superintendencia, en la medida que la ley deja un vacío. Y esta es la trampa de la Ley de Inclusión. Y es que las leyes no obligan por sí solas, sino que alguien tiene que ejecutar la ley. Finalmente, lo que hace la ley es empoderar al burócrata sobre las decisiones del colegio y de los padres responsables.
El fondo de la discusión respecto de la Ley de Inclusión no va por el lado de si el pelo largo influye o no en el rendimiento académico o si es parte de la libertad de un alumno. El punto es que si un padre considera razonable que la institución que provisiona educación a su hijo le exija adherir a un proyecto, el cual aquella administra y a la cual el padre se suma voluntariamente, ese proyecto se verá vulnerado. De esta manera se busca inhibir la diversidad entre las escuelas e igualar dentro de ellas. ¿Dónde queda que el apoderado es corresponsable de esa educación? ¿Está informado el padre responsable de las implicancias de esta ley?
No podemos reducir la educación a detalles que hoy están bastante superados y, si no lo están, hay espacio para su solución. Por qué no más bien discutir sobre herramientas efectivas y constatar que muchos jóvenes hoy viven en contextos de vulnerabilidad y violencia que merecen políticas atingentes, que incluso pueden obviar el uso de uniforme. En efecto, la supuesta práctica de suspender arbitrariamente a un alumno está restringida desde hace años. El punto de la nueva ley reside en burocratizar la educación, quitándole autonomía y finalmente dejando al arbitrio estatal cuestiones que sí influyen en la educación, como la disciplina. Esto ya tiene bastante ahogados a los sostenedores. Y todo bajo la máscara de que la aceptación de la “diversidad” se refleja en la capacidad de las escuelas de aceptar que sus estudiantes se tiñan o no el pelo.
La pérdida de autonomía queda aún más clara con otro aspecto de la reforma, que guarda relación con los gastos sujetos a rendición. La premisa del gobierno es que hay que desconfiar de los sostenedores. Dado que el lucro en educación es inadmisible, cualquier gasto que se haga, a los ojos de la superintendencia es potencial lucro y, por ende, debe ser castigado. Pero aquí cabe la pregunta: ¿qué sabe el burócrata de educación? Supongamos que como profesor de filosofía se me ocurre hacer una actividad experimental con sensores, con arduinos. Y compro los sensores, un software ad hoc, y contrato a un ingeniero que asesore el curso, todo para mostrar lo que son las redes sociales. ¿Considerará el burócrata este proyecto como “gastos en educación”? Depende de él, de su criterio y arbitrio, y ahí reside la trampa. Este es un problema de principios, y no del contenido específico de las normas.