La ilusión de la gratuidad y el fin de la autonomía universitaria
El proyecto de Ley de Educación Superior recientemente ingresado al Congreso tiene como objetivo acabar con la autonomía de las universidades públicas con financiamiento estatal y privado. Para ello, el gobierno ha diseñado una estrategia que se incubó en el denominado movimiento estudiantil (Confech), el que ha contado con la guía e instrucción del Partido Comunista y asesoría de Revolución Democrática, y que utiliza como distractor –al igual que la magia- la gratuidad. Poner el financiamiento gratuito en el centro del debate es un buen truco para construir una enorme burocracia de planificación estatal, sin que nadie lo note.
Ya el primero de los filósofos abocados a la educación, Platón, nos enseña el valor de la retórica para persuadirnos lo aparente como verdadero. En su diálogo Fedro, el personaje homónimo lee a Sócrates un extenso discurso de Lisias sobre el amor -probablemente el mayor representante de la escuela retórica ateniense de su tiempo-. En la respuesta de Sócrates, Platón nos muestra una ironía que es crítica a una conocida estrategia oratoria: si quieres engañar a tu audiencia, abulta información en largos discursos y revístelos de un tenor religioso. Rescatando esa vieja estrategia, la nueva ley de educación es un texto sin precedentes de más de 170 páginas. Y recién en el Artículo 198º se logra evidenciar la verdadera finalidad del cuerpo legal: derogar la autonomía universitaria, en sus dimensiones académica, económica y administrativa. En efecto, dicho artículo deroga el DFL1 de 1980, que define estos conceptos, y no los reemplaza por nada comparable. Cabe recordar que fue en la Constitución Política de 1925 -que el decreto mencionado recupera literalmente- donde la autonomía universitaria pasó a tener rango constitucional. En dicho cuerpo normativo, el artículo 10º Nº 7 referido al desarrollo de la libertad de enseñanza, suscribía la siguiente definición: “Las Universidades estatales y las particulares reconocidas por el Estado son personas jurídicas dotadas de autonomía académica, administrativa y económica”. En este contexto, la autonomía académica está definida en el DFL1 como “la potestad de la universidad para decidir por sí misma la forma como se cumplan sus funciones de docencia, investigación y extensión y la fijación de sus planes y programas de estudio”; lo que desaparece en el proyecto.
Al igual que en la magia, los distractores buscan ilusionar al público. Con la gratuidad, gran distractor que se ha puesto con éxito en el centro de la discusión, se esconde al público el fin a la autonomía económica y administrativa de las universidades a través del control de precios. No obstante los requisitos para la gratuidad transforman su implementación en algo ilusorio, el distractor sigue funcionando, y el público obnubilado espera que un bien, que es costoso de producir económicamente, sea libre de pago para sus beneficiarios. Lo que esconde el artilugio es un intrincado aparato estatal de control y planificación académica. En efecto, el Art. 3º del proyecto de ley condiciona cualquier autonomía al “marco que establece la ley”.
Así, sólo como ejemplo, el Art 9º del proyecto de ley establece que la nueva “Subsecretaría de Educación” tendrá 18 objetivos de control burocrático, que quedará a merced –como todo el aparato estatal- del cuoteo político. Sumado a ello, la Superintendencia –cuyo director será también nombrado por el Presidente- será la maquinaria fiscalizadora: auditorias, inspecciones e informes, todos ajenos a la institución académica. Así, supervigilará la “viabilidad financiera” de las universidades, al mismo tiempo que a éstas se las condiciona en sus ingresos, según lo que un panel de expertos (de perfil bastante ambiguo) considera razonable pagar.
Asimismo, la nueva ley señala la creación de un Consejo para la Calidad de la Educación afecto al Sistema de Alta Dirección Pública (Art 29º), que todos sabemos hoy es letra muerta. Este Consejo compuesto por un “panel de expertos” sustituirá los grupos colegiados autónomos, y estaría, supuestamente, en condiciones de tomar decisiones relacionadas con el diseño académico, por sobre las unidades académicas. ¿Ve usted algún espacio para la autonomía académica por aquí? En efecto, la última palabra sobre qué se enseña, cómo y a quiénes residirá finalmente en una burocracia elegida por el Presidente de la República –y su juicio partidista-.
Hoy, la amenaza a la autonomía universitaria es un hecho. Y esta amenaza ha contado con la complicidad de varios “expertos en educación”, algunos de los cuales al parecer han recapacitado frente al absurdo. Lo que está amenazado, bajo la retórica de una dialéctica del financiamiento público y privado, no es sino la esencia de la universidad: su capacidad de generar conocimiento fruto de la libertad académica y de cátedra. La nueva ley descansará en una serie de premisas sin precedentes en la historia de la economía política educacional, pero consecuente con una ideología que busca homogeneizar la educación y limitar la libertad de los académicos y las universidades.