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UDD en la Prensa

La ilusión constituyente

 Julio Alvear Téllez
Julio Alvear Téllez Director de Investigación, Facultad de Derecho

En la historia reciente, diversos países latinoamericanos (Venezuela, Ecuador, Bolivia, etc.) han utilizado el recurso al “Poder constituyente” para salir de las crisis institucionales. Por medio de él se entrega a un grupo de ciudadanos, normalmente mandatados por el “pueblo”, la facultad de conformar –como el diseño en un plano- el Estado, el sistema político, el régimen garantístico y los principios constitutivos de la sociedad.

La concepción del “Poder constituyente” se inserta en la creencia demiúrgica de que el ser humano puede rehacer los vínculos asociativos y establecer sus propias normas ex nihilo, desde la nada, a partir del arbitrio de la propia voluntad. Normalmente se promete –siempre con cargo al futuro- un programa de felicidad social, donde los derechos estén satisfechos. No se reconoce ninguna dependencia previa que paralice la imaginación constitucional: ni los derechos que provienen del orden natural, ni las tradiciones jurídicas, ni las instituciones históricas, ni las asociaciones ya existentes. Y es que, en hipótesis, con el recurso al “Poder constituyente” todo puede ser cambiado, todo puede ser destruido, todo puede ser recreado. En este ámbito, ya existen propuestas de la izquierda extraparlamentaria para suprimir las figuras del Presidente de la República, del Senado y de Carabineros de Chile.

El problema es que el ejercicio del “Poder Constituyente” no garantiza que salgamos de la crisis. Puede incluso agravarla y profundizarla.

En los casos de Venezuela (1999), Ecuador (2008) y Bolivia (2009), los procesos constituyentes fueron liderados por líderes populistas: Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa. Las asambleas constituyentes se convirtieron en cajas de resonancia de voluntades mesiánicas. En su intención primera, el “Poder constituyente” partiría desde cero, a fin de alejarse de los “pecados de estructura” de la sociedad capitalista.

Sin entrar explícitamente en honduras ideológicas, los textos de las constituciones bolivarianas se colmaron de promesas de un mundo mejor. Así, por ejemplo, se lee en la letra de la Constitución de Venezuela (1999) que se “refunda la República”, estableciendo “una sociedad democrática, participativa y protagónica”, un “Estado de justicia” donde se “asegura el derecho a la vida, al trabajo, a la cultura, a la educación, a la justicia social y a la igualdad”. La República Bolivariana atribuye infinitos derechos políticos, sociales, indígenas, etc. (arts. 43 a 116).

¿En qué ha quedado todo esto? En ilusión constituyente. Todos sabemos cómo viven hoy los hermanos venezolanos. ¿De qué sirven los derechos si son utópicos, o no tienen los mecanismos adecuados de garantía, o no pueden ser financiados por nadie, o no se formulan con la debida precisión, o no son respetados por el Poder político?

Toda Constitución requiere de un “contenido objetivo” de sentido. La realidad humana no puede “formatearse”. Existen leyes naturales en todos los ámbitos. Y hay que respetar sus reglas, pues la consecuencia de no hacerlo es la inestabilidad y la desestructuración. ¿Tendrá la nueva Constitución chilena ese contenido mínimo? ¿Respetará las reglas básicas de la vida política, social, educacional, económica, etc.? Nadie lo sabe. Nadie lo asegura. Tampoco si esas reglas se podrán discutir con calma y reflexión, sopesando todas las circunstancias.

Quizás el mayor riesgo de la actual crisis chilena es el de la ilusión constituyente. El pensar que el proceso constitucional es el camino de la soteriología social. Que seremos irremediablemente felices porque tendremos nueva Constitución. Que los enunciados o definiciones normativas equivalen a realizaciones históricas. Que la inflación de derechos tiene efectos taumatúrgicos. Que lo que es propio de las leyes o las políticas públicas (las demandas sociales) será solucionado mediante la deontología y la axiología constituyente en un ejercicio de impúdica y desnuda retórica.

En Chile, el “Poder constituyente” se asemeja, en lo que tiene de idílico, a una tragicomedia: el país soñado se cumple porque así lo dirá la nueva Constitución.

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