Con la educación superior no se improvisa
Con la presentación de su reforma a la educación superior, el Gobierno logró que diversos sectores con diferentes visiones de la sociedad coincidieran -aunque por distintas razones- en una posición común: el proyecto deteriora el aporte que el sistema universitario debe hacer para la democracia y el progreso de nuestra nación. Ello no solamente por su deficiencia técnica, sino, aún más grave, porque su equivocado diagnóstico y visión no solo afectarán hoy a miles de jóvenes y familias, sino también a las próximas generaciones de chilenos.
Los reiterados errores sobre el costo de la gratuidad universal y su fecha de entrada en vigencia, consecuencias del apresuramiento y la evidente falta de reflexión y conocimiento del sistema universitario chileno, sorprendieron a todo el país, dejando en la incertidumbre total a muchas instituciones de educación superior, a sus estudiantes y familias. Y es que con la educación no se debe improvisar. Porque, como lo demuestran consistentes estudios de opinión a lo largo de los años, ella es el bien más valorado por los chilenos como legado para sus hijos. Entonces, ¿es sensato que un proyecto -que no suscita consensos ni respaldos- se proponga refundar de golpe la educación superior? ¿No parece más prudente acordar cambios y avanzar con mayor gradualidad?
Creo que los chilenos no merecemos experimentar nuevamente las consecuencias que acarrean políticas públicas mal diseñadas o mal implementadas. Menos todavía si se trata de la educación de nuestros jóvenes y niños. Seamos responsables. No se puede legislar sobre el futuro de nuestros estudiantes mirando la hora. No se puede elaborar apuradamente una ley de educación superior en función de urgencias autoimpuestas, sino del bien común.
Tampoco es razonable legislar en el siglo XXI con paradigmas del siglo XIX, como lo fue el Estado Docente, ente que renace en el proyecto, al extender el poder y las atribuciones del Estado para intervenir ámbitos esenciales de la universidad a través del régimen de gratuidad, la restricción de los aportes privados y las amplísimas facultades de la Subsecretaría y la Superintendencia de Educación Superior. Todo lo anterior significa romper con el tradicional carácter mixto de la educación superior, fundamento de su reconocido progreso en las últimas décadas y garante de la autonomía, diversidad y pluralismo de los diferentes proyectos educacionales existentes.
El debate público tampoco ha estado a la altura de la discusión que exige el proyecto en cuestión. Por sobre las propuestas de mejoramiento de la calidad, inclusión y cobertura de la educación, han prevalecido las demandas por mayores recursos y tratamientos preferenciales arbitrarios, de parte de ciertas instituciones que esgrimen como principal argumento la naturaleza jurídica de su constitución y no la calidad de su quehacer. ¿Dónde están las propuestas sobre cómo las universidades pueden mejorar su aporte al desarrollo, innovación y productividad del país? ¿Dónde están los planteamientos orientados a aumentar la producción científica y la transferencia tecnológica en Chile? ¿Dónde están las iniciativas para hacernos cargo de las evidentes deficiencias con que llegan los alumnos desde la enseñanza media? ¿Dónde están los programas orientados a mejorar la retención y las tasas de titulación de los universitarios chilenos? Su total ausencia es otro motivo para pedir que se avance con más cuidado.
Asimismo, sorprende la ligereza de quienes teorizan sobre qué tipo de universidades tienen o no vocación pública, cuáles deberían ser privilegiadas con mayores recursos estatales y cuáles tendrían que subsistir con lo mínimo o nada, basándose arbitrariamente en criterios tales como si pertenecen o no al CRUCh, en lugar de evaluarlas por los bienes públicos que aportan a la sociedad. Con esos mismos criterios, también se ha propuesto agrupar a las universidades en categorías artificiales y peligrosamente discrecionales, limitando así la riqueza de su diversidad y amenazando su autonomía.
No hay duda que la educación superior chilena tiene mucho espacio para mejorar. Pero esos avances no llegarán de la mano de un proyecto que trueca recursos por grados de autonomía y libertad, y que trastoca el equilibrio entre el Estado y la sociedad civil, otorgando poderes nunca vistos al gobierno de turno y reduciendo sustancialmente el peso de las decisiones de los estudiantes y sus familias.
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