La chilena de preguerra
Un día como hoy, pero hace cien años, el nacionalista serbio Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero de la corona astro-húngara, y a su mujer Sofía Chotek. El episodio conocido como el atentado de Sarajevo generó una serie de movimientos en Europa que culminaron un mes después en el estallido de la Primera Guerra Mundial, un conflicto de una duración y características que nadie en ese momento pudo prever. Menos los chilenos.
La guerra ocurrida a miles de miles de kilómetros de Chile originó una serie de consecuencias que terminaron por cambiar radicalmente a Europa y al resto el mundo, incluida Sudamérica. Por eso, al acercarnos a la sociedad chilena de 1914, no parece haber pasado sólo un siglo. Más bien milenios. Sobre todo si se mira el lugar que ocupaban las mujeres antes de la guerra.
En ese momento, para empezar, la vida de ellas, especialmente en las clases acomodadas, estaba confinada a la familia y la casa. Fervientemente católicas y de misa diaria, el cura del momento era su confidente y un amigo que no se cansaba de recordarles que su ámbito debía ser exclusivamente el hogar. Si querían dedicarse a labores de caridad y beneficencia, fenómeno muy común en la época, sólo se hacía y aceptaba como complemento a las exigentes labores domésticas.
Hacia 1914 la mujer vivía completamente subordinada al marido. Ellos eran los jefes del hogar en reuniones, fiestas y eventos públicos, y en los espacios de sociabilidad creados únicamente para ellos. El preferido, el Club de la Unión, que recién abrió sus puertas al público femenino en 1925. En salones separados, por cierto. Un divorcio, un desliz o una aventura, constituían no sólo un escándalo, sino que una verdadera catástrofe y la ley amparaba al marido para castigar a la adúltera, incluso físicamente. Por eso, aunque sin duda había deslices, se los ocultaban con terror.
Las mujeres se guiaban religiosamente por los dictados de la revista Familia, fundada en 1910, y la primera publicación dedicada exclusivamente a ellas. Llena de notas sobre el amor y los conflictos amorosos, describía el matrimonio como una carga. «Sea el suyo un matrimonio de amor o de conveniencia no espere cosechar menos cruces… Dentro de un año habrá entrado usted en la vida de las ideas definitivas, encontrará que el matrimonio es una cosa más o menos fastidiosa pero conveniente, y el sentimiento que le inspirará su marido será el de una complaciente monotonía» puede leerse en un artículo de enero de 1913.
En otro de 1914 titulado «¿Por qué algunos maridos prefieren el Club a su hogar?», aconseja a las mujeres dejar de quejarse y buscar la forma de atraer a sus maridos de vuelta a la casa teniendo todo limpio, sirviendo las comidas a una hora fija y manteniendo a los numerosos sirvientes bien vestidos y aseados.
Qué decir en materia política. Las mujeres no tenían derecho ni a voz ni voto y se les negaba cualquier tipo de participación política. La reforma constitucional de 1884 explicaba por qué solo podían votar los hombres, argumentando una triple inferioridad de las mujeres: física, intelectual y moral. Además se explicaba que dado que la naturaleza las había destinado a ser madres, su incorporación a la política traería como consecuencia el inevitable abandono del hogar.
Pero no todo era tan sacrificado. La vida social de la mujer burguesa era intensa. Y los viajes también. Gracias a la explotación salitrera los ricos de entonces estaban en su mejor momento y comenzaron a extranjerizar sus modas y costumbres. La sociedad rural y tradicional del siglo XIX empieza a quedar atrás, y los ojos se vuelcan a París.
«Ser moderno era ser europeo» dice Sergio Villalobos en su estudio sobre la burguesía chilena. No sólo decoran sus céntricas mansiones con muebles, cuadros, alfombras y vajillas importadas de allá, sino que además viajan por largas temporadas. «La gente rica -cuenta Luis Orrego Luco en sus memorias- volvía con cargamentos de sombreros y de trajes que eran comentados y detalladamente estudiados en la sociedad de viso, tratando de copiarlos e imitarlos». Hasta se decía que algunas usaban sus vestidos sin planchar, para que las arrugas demostraran su procedencia.
En 1914 la mujer tenía que ser muy delgada, y llevar su pelo siempre recogido en un tomate. Todavía faltaban algunos años para que cortaran sus melenas, estrecharan sus faldas e irrumpieran los guantes y los largos collares de perlas. El último grito de la moda eran los sombreros con grandes plumas, el talle de avispa y las polleras de amplio ruedo. «Los caballeros vestían chaquetas claras, grises o café con leche, y magníficos jipijapas a lo Santos Dumont. Deslumbraban con botines de charol y la caña flexible del bastoncillo, entre aires de Tosca y de Madame Butterfly», cuenta Alfonso Calderón en sus crónicas sobre el «Viejo Santiago».
Los hombres y mujeres de la elite se lucían con orgullo en los estrenos del Teatro Municipal, en las fiestas particulares o reuniones más íntimas en las que no había ninguna informalidad porque todo era estudiado y comentado. Los domingos, después de la misa en la Catedral, la burguesía se paseaba por la ciudad de Santiago, que tenía poco más de 300 mil habitantes y en la que recién circulaban los primeros autos con motor a gasolina.
La Alameda era el principal lugar para ver y ser visto. «Mucha gente -dice Joaquín Edwards Bello- acude por eso al centro, para pasar lista para demostrar cómo está, y probar que no han bajado los bonos personales. Nadie es nada si no lo prueba en la pista del centro».
Pese a que la mirada estaba puesta en Europa, en este ambiente las noticias de la guerra se sentían muy lejanas. A comienzos de 1914, el pintor Pedro Subercaseaux afirmaba que «los rumores que corrían acerca de un posible conflicto con Alemania no parecían alarmar a nadie. ¿Quién se atrevería a atacar al imperio británico? ¿Qué gobernante sería bastante loco como para romper el equilibrio reinante? Además, la guerra era cosa de otra época; ya no habría otra entre naciones civilizadas». Equivocado estaba.
La guerra que estalló en 1914 cambió la historia. En Europa la mujer no tuvo otra alternativa que dejar la casa y ponerse a trabajar, modificando definitivamente el rol femenino de ese entonces. Tras el ingreso al mundo laboral había sólo un paso para tomar conciencia de la importancia del derecho a voto como un medio fundamental para incorporarse a la vida fuera de la casa. En 1915, por primera vez en la historia, el gobierno francés aprobó una ley que establecía un salario mínimo para las mujeres que trabajaban en la industria textil. Y dos años después se decretó que hombres y mujeres debían recibir el mismo pago por pieza trabajada.
Si bien en Chile tendrían que pasar varios años más para que la situación comenzara a moldearse en forma diferente, noticias como ésta empezarían a seguirse con admiración y entusiasmo por parte del grupo de mujeres burguesas. Desde entonces y con la guerra, de Europa se importaría mucho más que sombreros y vestidos. Se importaría un nuevo tipo de mujer.