La casa vacía
Hay épocas, sobre todo antes de elecciones, en que todo se reduce a “gestión” y gobernar no sería algo muy distinto a la administración —tal vez más sofisticada—de un edificio: contar flujos, optimizar trámites, mover piezas. Por supuesto, un país que funciona mal asfixia. Pero la gestión solo mantiene la casa en pie; la política decide para qué existe la casa. Materialmente, dos casas pueden ser iguales y estar bien gestionadas. Sin embargo, al atravesar la puerta, una es un hogar de familia y la otra un prostíbulo.
La razón de ser de una nación no cabe en una planilla. Lo que justifica un proyecto político no son los indicadores, sino los bienes deseables: vidas dignas, vínculos estables, horizontes compartidos. Los clásicos lo llamaron eudaimonía, una palabra que hoy se evita por miedo a hablar del bien y del mal y, por tanto, de Dios, como si eso rompiera un pacto de neutralidad laicista que nadie firmó. Incluso quienes abogan por esa neutralidad terminan defendiendo, sin admitirlo, una cierta idea de lo humano. No existe organización social que no suponga una respuesta a la pregunta: ¿qué consideramos una vida buena?
Cuando un país renuncia a esa conversación, queda atrapado por sus urgencias. Nada hace más frágil a un pueblo que vivir sin horizonte ni una historia propia. La tentación recurrente es reducir la política a un acuerdo económico, administrando la escasez. Las sociedades que se refugian en ese reduccionismo terminan gobernadas por el miedo a la crisis, no por la visión de un bien digno de ser perseguido.
El atractivo de la neutralidad tecnocrática es un espejismo. Toda decisión pública revela una noción de lo humano. Regular transportes es decidir el encuentro entre personas; legislar sobre familia es definir qué vínculos proteger. Incluso el reglamento más mínimo contiene una antropología en miniatura, pues todo lo humano remite a lo humano, que, de tarde en tarde, va a parar a lo divino. Los países que creen posible gobernarse sin esa conciencia moral reducen la política a contención: prevenir incendios, administrar penurias. Basta para sobrevivir, pero no para florecer. La vida común no puede limitarse a que las cosas funcionen; necesita un norte que explique qué vale la pena construir.
No se trata de convertir al Estado en predicador moral, sino de admitir que la comunidad existe porque los seres humanos no somos máquinas, sino personas con moral y credos. Tenemos fines, deseos, vocaciones. Necesitamos un lugar donde contar con los otros una historia más grande que nosotros mismos. La política es la arquitectura de ese lugar. Reducirla a gestión no es solo empobrecerla, es olvidar para qué nació: es dejar la casa vacía. Lo que necesitamos es algo más arduo: organizar bien para vivir bien, sabiendo que lo primero sin lo segundo es esterilidad, y lo segundo sin lo primero, voluntarismo. En esa articulación comienza, de verdad, la política.