Justos por pecadores
El caso “Democracia Viva” tiene muchas aristas y ha suscitado una avalancha de reacciones y reflexiones en el ámbito de la política contingente, pero también en el debate público a niveles más profundos. Cuestiones como la credibilidad de un sistema político que no acaba de deslegitimarse, o estructuras presupuestarias que habilitan indeseados espacios de discrecionalidad, gobiernan la discusión. Todos estos asuntos son sumamente pertinentes y, sin embargo, el cuestionamiento hecho a la libertad de asociación como consecuencia de este episodio es el que reviste la mayor gravedad.
En efecto, variadas voces de manera honesta y bien intencionada han planteado la necesidad de revisar las estructuras legales vigentes que regulan la asociatividad sin fines de lucro, con el objeto de evaluar limitaciones normativas que de algún modo permitan prevenir la reiteración de bochornosos eventos como el que aquí nos ocupa.
Y sin perjuicio de ser esta revisión algo prudente, es indispensable denunciar hoy que el problema de fondo es el de la instrumentalización política deliberada de los cuerpos intermedios. La perversión que algunos hacen de la institucionalidad sin fines de lucro no puede llevar a quienes creemos en la sociedad libre a considerar que la solución del problema pasa por restringir la libertad asociativa. Desconfiar de la colaboración privada, o derechamente restringirla, suele ser el efecto más grave de la implementación de políticas estatales de infiltración y politización de la sociedad civil.
En este sentido, los debates relativos a “Democracia Viva” no deben distraernos del núcleo de la cuestión que enfrentamos: el estatismo y la penetración ideológica son herramientas que el colectivismo marxista y socialista no democrático (así como también los corporativismos fascistas) abiertamente promueven. Los idearios estatistas propugnan la politización de los cuerpos intermedios de la sociedad, los que al igual que los órganos del Estado, deben reorientar su acción: en vez de tributar al cumplimiento de sus fines específicos, pasan bajo estos esquemas a ser tentáculos del ideario colectivista. Se disfrazan de gremios profesionales, sindicatos, asociaciones de estudiantes; ONGs que defienden a niños, mujeres, o al medio ambiente, o que promueven (como en este caso) la educación y la formación ciudadana.
El cáncer estatista e instrumentalizador es, en consecuencia, doblemente dañino. Por una parte, subvierte cada órgano social y lo desvirtúa. Al mismo tiempo, mina la confianza pública en las virtudes de una sociedad civil activa, generándose una suerte de profecía autocumplida en la que el estatismo regulatorio es llamado a resolver mediante restricciones asociativas el problema que él mismo ha ocasionado mediante la politización deliberada de lo civil. Pagan así justos por pecadores.
En este sentido, cabe reflexionar también sobre la pretendida superioridad moral de la nueva izquierda chilena, que, al llegar a ser gobierno, no escapa de la corruptela del poder. Se ha hablado de una especie de inocencia perdida que los propios autores del relato frenteamplista.
“La perversión que algunos hacen de la institucionalidad sin fines de lucro no puede llevar a quienes creemos en la sociedad libre a considerar que la solución del problema pasa por restringir la libertad asociativa”.
parecen advertir con sorpresa y desilusión. ¿Pero es esto realmente así? A la luz de lo expuesto, políticas públicas como la del “Gas de Chile” o el financiamiento de “Democracia Viva” parecen consistir en la ejecución consciente de un programa que adhiere en su matriz a la instrumentalización política de la libertad de asociación.