José Antonio Kast: siete millones de votos y un país impaciente
La victoria de José Antonio Kast con el 58 por ciento de los votos —más de siete millones de sufragios— constituye un hecho político de enorme magnitud. Ningún presidente desde 1990 había sido elegido con un respaldo tan numeroso. Pero este apoyo esconde un dato menos cómodo: esta mayoría es tan amplia como volátil. El voto obligatorio no solo amplió la base electoral; también incorporó a un electorado poco ideologizado, con una alta desafección política y profundamente pragmático, que votó por Kast, probablemente, más por sus promesas inmediatas de seguridad y orden, que por un compromiso con su proyecto político. La tentación de interpretar el amplio triunfo como un cheque en blanco puede convertirse en un error estratégico: el electorado que apoyó a Kast exige resultados rápidos.
Kast ingresa a La Moneda en un país donde las lunas de miel duran poco. La impaciencia ciudadana se ha consolidado como rasgo estructural: la población espera mejoras inmediatas en seguridad, control migratorio, costo de la vida y servicios públicos. Cualquier desaceleración en esas promesas será castigada sin miramientos. Así como Kast capitalizó el malestar, ahora deberá administrar las expectativas que él mismo amplificó.
El problema es que varias de sus promesas centrales chocan directamente con la evidencia empírica y con los límites institucionales. La reducción de la delincuencia requiere políticas públicas sostenidas en el tiempo, no golpes de efecto; la recuperación del crecimiento depende de condiciones internacionales y de consensos internos que no se generan por decreto; la disciplina fiscal y el alivio económico inmediato difícilmente pueden convivir sin tensiones. La brecha entre promesa y capacidad de ejecución puede transformarse, muy rápidamente, en un factor de desgaste.
El riesgo político para Kast es evidente: si su base electoral percibe que la promesa de orden se diluye, la caída será abrupta. Y ante un descenso acelerado de apoyo, el gobierno podría optar por una estrategia de endurecimiento discursivo, tensionando la convivencia institucional y profundizando la polarización. La historia reciente muestra que esa deriva no solo desgasta al oficialismo: erosiona también la calidad democrática y estrecha aún más los márgenes de maniobra del sistema político.
Kast asume la presidencia con un capital político inédito y con una oportunidad considerable: gobernar con un respaldo electoral amplio y con un Congreso alineado. Pero también inicia su mandato en un país donde la ansiedad social por recuperar estabilidad es intensa y donde la confianza en las instituciones continúa frágil. Su principal desafío será transformar ese mandato masivo en un proyecto sostenible, capaz de mostrar resultados en el corto plazo sin sacrificar la moderación y la capacidad de acuerdo que requiere un país cansado de la confrontación.