Interrogantes y desafíos
La gratuidad de la enseñanza superior es una utopía. Simplemente, no es financiable, menos en un país con el nivel de ingreso como el nuestro, por mucho que lo pidan los dirigentes y los jóvenes que participan en las movilizaciones estudiantiles como las que hemos visto esta semana.
Tampoco resulta recomendable, pues sucede que lo que no cuesta, no se valora. Por eso, lo que importa en materia de educación superior es garantizar el acceso. Que nadie que tenga el talento suficiente se quede fuera del sistema por falta de recursos económicos.
La propuesta de reforma que ha elaborado el Gobierno representa un importante avance en ese sentido, porque garantiza becas a todos los estudiantes de universidades, institutos y centros de formación técnica que tengan los méritos requeridos, sin excluir del beneficio a un número relevante de entidades del sistema e igualando las condiciones para todos.
Se trata, además, de una reforma que aborda el problema del financiamiento en su globalidad, ya que incorpora nuevos criterios en materia de plazos y de tasas de interés, vinculándolos a la empleabilidad de los futuros profesionales. El Estado prestará los recursos a una tasa de 2%, lo que beneficiará al 90% de los alumnos de familias de menores ingresos, quienes cancelarán una cuota que no podrá exceder al 10% de su sueldo mensual con un plazo máximo de 15 años.
Si bien, en lo macro, la propuesta del ministro Harald Beyer es positiva, aún queda una serie de interrogantes y desafíos que despejar. Una de las preguntas más relevantes tiene relación con la fijación de los aranceles de referencia y la brecha que se genera con el arancel real. Supuestamente, la diferencia sería ser financiada o avalada por las instituciones de educación superior. ¿Cuáles serán los montos involucrados? ¿De dónde saldrán los recursos? ¿Es recomendable que estas entidades se vean obligadas de cierta forma a entrar al negocio financiero para realizar esta tarea?, son inquietudes que esperan ser respondidas.
La propuesta también impone grandes desafíos para el conjunto del sistema, como son el aseguramiento de la calidad, el acortamiento de las carreras y la disminución de las altas tasas de deserción de las universidades chilenas. No es tarea sencilla implementar una Superintendencia de Educación Superior que vele por la calidad y haga los cambios requeridos en el sistema de acreditación. Tampoco lo es mejorar los niveles de deserción. Hoy, en promedio, el 57% de los alumnos que ingresa a la universidad en Chile, logra titularse; mientras que en países desarrollados esta cifra se mueve en torno al 70% y 75%. En los sectores más vulnerables, apenas uno de cada 10 alumnos que desertan vuelve a incorporarse al sistema, con la consiguiente pérdida de recursos que esto significa. Si bien el acortamiento de carreras puede tener un impacto positivo para disminuir la deserción -y hay acuerdo en que se debe caminar en esa línea- es una exigencia que requerirá grandes esfuerzos.
En suma, la tarea es de proporciones y llegar a puerto exigirá una disposición de todos los sectores involucrados –el gobierno, los políticos, los estudiantes, entre otros- que mire más allá de slogans y consignas ideológicas, como las tantas que hemos escuchado esta semana.