Incentivos para vacunarse: ¿éticamente correctos?
En la actualidad, Chile tiene provisión de vacunas contra el SARS-Cov-2 suficientes para las necesidades de toda la población susceptible de ser vacunada; en la semana del 7 al 13 de junio, se está vacunando con primera dosis a los de 22 años y, en la medida que avanza el calendario de vacunación, se irá ampliando el rango etario hasta llegar a la población de 16 años, límite de edad para la cual, por ahora, se tiene aprobada la vacuna. A pesar de esta amplia disponibilidad de vacunas (muy por encima de aquella que tienen países de la región), existe un grupo no menor de personas rezagadas. Algunos de estos son porque son reacios a vacunarse, incluyendo a grupos anti-vacunas, otros no han ido porque desconfían de vacunas que han sido producidas y aprobadas de manera tan acelerada y otros simplemente no han ido a vacunarse porque el costo-oportunidad de hacerlo les parece elevado.
Reconociendo la heterogeneidad de situaciones que explican el alto número de rezagados, algunos países han implementado estrategias para estimular a los “vacuno-reacios” a ser vacunados. Exploraré algunas de éstas y sus potenciales problemas éticos.
En primer lugar, es evidente que para algunos el costo-oportunidad de acudir a los centros de vacunación puede ser elevado. Para este grupo, la mejor iniciativa es acercar la vacuna al lugar de trabajo o de estudio (por ejemplo, vacunatorios móviles que vayan a la industria o a las grandes construcciones), y también abrir horarios especiales durante los fines de semana. La apertura de centros de vacunación en lugares atípicos, como plazas, parques y también en centros comerciales es una idea que debe ser estimulada, tal como se ha realizado en algunos lugares de Santiago durante los últimos fines de semana.
En segundo lugar, se puede promover que a las personas que completan su esquema de vacunación se les restituyan parte de las libertades perdidas. En este caso no se trata de otorgar “privilegios”, sino que de “disminuir restricciones”. Evidencia de que esta estrategia puede funcionar es el aumento sustancial en las personas rezagadas que fueron a recibir su primera dosis luego del anuncio del “pase de movilidad”, más allá de que haya sido cuestionado por su oportunidad en el complejo contexto sanitario.
En tercer lugar, algunos países han promovido incentivos directos, tales como participación en rifas que entregan dinero en efectivo o becas escolares, pases liberados en el transporte público, y el Estado de Washington, con el apoyo de los vendedores minoristas de marihuana, entregará “porros” a quienes muestren que se han vacunado. A mi juicio, es esta situación de asociar una acción de salud a un pago en dinero o bienes la que tiene cuestionamientos éticos, independiente de que el incentivo entregado sea una cerveza, un pago en dinero en efectivo o marihuana. A fin de cuentas, termina asociándose que se debe “recibir algo a cambio” para favorecer conductas saludables. Además, estos incentivos pueden de alguna manera modificar la decisión autónoma respecto de recibir o no una vacuna, lo que es complejo cuando por ahora la oferta corresponde a vacunas aprobadas de emergencia. Extendiendo el argumento, ¿debiéramos pagar a las personas para que dejen de fumar, disminuyan de peso o mantengan adecuada adherencia a los medicamentos que se le han indicado? O, mejor aún, ¿no debiéramos disminuir las primas del seguro de salud a los que mantienen estilos de vida saludables?
Es un debate abierto, puesto que otros considerarán que es tal el impacto al bien común, que si es necesario pagar para lograr que los reacios se vacunen, hay que hacerlo.