Gratuidad y realismo
La Presidenta de la República dio por inaugurado el «segundo tiempo» de su mandato, reconociendo el escenario económico adverso que Chile enfrenta, haciendo un llamado a moderar las expectativas, e incorporar el concepto de austeridad en la toma de decisiones, para seguir adelante con «realismo, pero sin renuncias».
Esa frase nos lleva a reflexionar respecto de si no es tiempo de que se reconozca también que las reformas estructurales establecidas en su programa deben revisarse, considerando que no se basan en un diagnóstico apropiado ni consensuado. Tal es el caso de los cambios al sistema de educación superior, que no cuentan con respaldo ciudadano ni político suficiente para seguir avanzando.
Porque si de avanzar con realismo se trata, la pregunta obvia es: ¿cuál es la realidad de nuestro sistema de educación superior? Los datos son conocidos pero conviene recordarlos: la matrícula se ha expandido notablemente en las últimas décadas, pasando de 214 mil alumnos en 1986 a un millón doscientos mil en la actualidad, lo que nos pone en el promedio de los países de la Ocde; en materia de equidad, la cobertura del quintil más pobre se multiplicó por ocho desde 1990, siendo hoy prácticamente la misma que la del quintil más rico a esa fecha; y en cuanto a resultados, los ingresos de un joven egresado de la educación superior en Chile son, en promedio tres veces más altos que los de un joven que sólo tiene cuarto medio.
Lo anterior se ha logrado sobre la base de un sistema que ofrece alternativas diversas, adecuadas a las también diversas inquietudes y capacidades de los jóvenes cuyos pilares son el reconocimiento de la autonomía institucional y de la libertad de elección. Elementos claves en el desarrollo del sistema han sido la participación privada y el compromiso del Estado, particularmente en los gobiernos de la Concertación, con el diseño de instrumentos coherentes con estas características promoviendo la calidad del sistema y facilitando el acceso de los jóvenes, particularmente los más vulnerables.
La gratuidad universal que se ha propuesto alcanzar el gobierno no se condice con la realidad financiera del país, pero tampoco con los elementos que nuestra sociedad y nuestro sistema educacional deben potenciar: la diversidad de proyectos académicos, la autonomía de las universidades y la libertad. En efecto, la fijación de aranceles y cupos -que sirve de base al proyecto de gratuidad- implica una inevitable homogenización de la oferta educacional, una fuerte restricción a la autonomía, un techo a la calidad del sistema y, paradójicamente, menos oportunidades para los jóvenes de menos recursos.
Lo anterior no se resuelve con la transición que se ha planteado, que se basa en las mismas restricciones, pero que además potencia la inequidad al privilegiar a ciertos alumnos en perjuicio de otros que de igual condición socioeconómica optaron por instituciones que aparentemente no son del gusto de la autoridad.
Confiamos en que la ministra de Educación se tome el tiempo para abordar esta reforma, analizando sus consecuencias y privilegiando el diálogo.