Estoy con ella
Esta es la frase, elegida por Bachelet o sus partidarios, para iniciar la candidatura presidencial (o lo que al menos se ve en las gigantografías).
Sin duda, una frase breve —como las palabras a su llegada— que intenta reflejar el tono ciudadano que pretende darle a su campaña. En efecto, aparte de los alcaldes Meló y Tohá, la ausencia de dirigentes de partidos y parlamentarios que casi total en el lanzamiento. Y es que, en buenas cuestas, en un país en que los partidos políticos no gozan de mucha simpatía ni adhesión, parece razonable alejarse de ellos.
Incluso, en un estilo ya conocido, en su discurso se apela a diálogos ciudadanos, a recorrer el país para escuchar propuestas que incluyan a todos los chilenos, a no ofrecer un programa hecho entre cuatro paredes, a convocar a una nueva mayoría y a entender que se inicia un nuevo ciclo político social, sólo por citar algunas frases.
Aparece aquí lo que se ha escuchado muchas veces antes: que las elecciones son una nueva oportunidad en que prácticamente debemos y podemos hacerlo todo de nuevo.
Lo anterior se enmarca dentro de lo que podríamos denominar el influjo mágico que la política emplea para entusiasmar al electorado.
Para darles a los votantes motivos más allá de sus intereses materiales inmediatos e incorporarlos a tareas colectivas que enmarcan dichos intereses no como meras demandas egoístas sino que como proyectos comunes.
No obstante, en esta oportunidad, como la propia Bachelet lo reconoce, este electorado es algo distinto. Por lo pronto, no es fácil de movilizar y es probable que la gran tarea sea ésa. No basta ganar una elección primaria si en ella participan menos de los 1,4 millones de electores que decidieron el triunfo de Lagos en 1999; es decir, aproximadamente el 18% del padrón electoral de la época. No es lo mismo ganar una elección presidencial si en ella vota menos del 45% de los electores. De allí que el primer objetivo sea éste. No obstante, resulta difícil hacerlo sin partidos políticos, sin la definición de listas parlamentarias; en fin, sin acudir a la estructura de base que ellos tienen. Por ello, necesariamente los partidos debieran ser incorporados y, por lo tanto, esta idea de hacer un programa y campaña ciudadanos, que por lo demás ya se experimentó en su anterior gobierno, es más bien un recurso retórico. Ciertamente, en todo esto el trauma de estar fuera del gobierno podría ser un buen acicate para que los partidos políticos se ordenen y sigan el libreto establecido.
Pero, volviendo a estos nuevos ciudadanos hay que mencionar que también son más escépticos y expresan sus alineamientos de manera más difusa. En consecuencia, no será tarea fácil conciliar tanta diversidad y autonomía.
Por otra parte, los movimientos ciudadanos de 2011 estuvieron cargados de consignas que se creían olvidadas, lo que dejó en evidencia que fueron capturados por sectores radicales, que dejaron al margen a la propia Concertación. Esto tal vez explica el vuelco ciudadano; vale decir querer recuperar —o más bien incorporar— a sectores díscolos que ya no se ven entusiasmados por las bases fundacionales de la Concertación.
En este sentido, la estrategia de concentrar esfuerzos en dos ideas, igualdad y abuso, podría cumplir con el propósito de encantarlos. El problema es la forma de construir propuestas ciudadanas en torno a estas ideas, no teniendo control de quienes las promuevan. Apelar a un gobierno y a un programa ciudadanos, al margen de los partidos, tiene el riesgo del populismo para complacer a quienes se atribuyen la representación de esos ciudadanos. Dada la madurez institucional del país y de los propios partidos, sería esperable que esto no suceda. Sin embargo, el exceso de personalismos con que comienza esta campaña sugiere cierta cautela.