Estado y Derecho
Cuando impera el orden social no parece relevante distinguir entre Estado y Derecho, pero cuando hay inestabilidad y crisis, es necesario destacar la relación entre ellos.
El Estado dicta la ley, la aplica y exige su cumplimiento y, en democracia, se encuentra además sujeto a ella. Pero la distinción es aún más profunda. El orden jurídico es sólo uno de los ‘elementos’ del Estado, que para existir necesita también otros caracteres esenciales: un pueblo o la nación cohesionada, la soberanía (o poder de autogobierno), un territorio donde habitar y ejercer ese poder, y un fin compartido, que justifique y ordene la acción estatal.
El profundo problema de orden y seguridad pública que enfrenta Chile evidencia fracturas institucionales profundas en esta relación del Estado y el derecho. Por una parte, qué duda cabe, el Estado de Derecho está en entredicho. El episodio del Puerto de Coronel es una muestra patente de la falla estatal en su capacidad (¿y voluntad?), de imponer la ley y garantizar los derechos de los ciudadanos. La autoridad, es importante recordarlo, no tiene el ‘derecho de imponer la ley’, sino la potestad de hacerlo. Las potestades no se ejercen facultativamente, sino que se trata de poderes-deberes que la propia ley atribuye al gobernante. Su ejercicio es forzoso cuando lo exige el bien común, y este deber es por lo demás, la única justificación para que exista el propio Estado.
Pero el sustrato institucional de la crisis de seguridad en Chile va más allá que la falla en materia del imperio del derecho. La realidad nacional muestra cómo el Estado se ha restado de actuar en extensas partes del territorio. Allí, el Estado no está en habilitado para aplicar derecho ni menos aún formar su cumplimiento: desde luego allí no impera el Estado de Derecho. Pero aún más grave: allí no se ejerce ya soberanía nacional.
Extensas porciones de la zona norte se encuentran bajo tomas ilegales. Sectores extensísimos son impenetrables para las fuerzas de orden, se rigen por sus propias costumbres y códigos, y se comportan como unidades autónomas. Ya no es sólo un asunto habitacional y la tensión que ello supone respecto del derecho de propiedad, lo que podría definirse como una limitación al Estado de Derecho. Esa problemática inicial ha dado paso a una mayor: hay autonomía jurídica de extensas comunidades que incluso cuentan con cámaras de seguridad inalámbricas que, cual mimesis de la sociedad chilena ‘exterior’, velan por el ‘orden interno’, monitoreando por vía remota el limitado acceso de la fuerza política y policial chilena que se admite en restringidas partes del territorio cooptado.
Partes relevantes de la macrozona sur presentan una situación similar. Puerto Choque, Lago Lleu Lleu, Temucuicui, en fin. Son partes del territorio de Chile que no se reconocen desde hace años como tales, son gobernadas por poderosas autoridades locales, cuentan con alto poder de fuego y ejércitos entrenados. Impiden y repliegan el ingreso de cualquier persona ajena a la comunidad incluida la fuerza policial chilena (y con mayor razón, a los funcionarios del censo).
Esperanzadoramente, allí donde territorio, soberanía, y Estado de Derecho tambalean, dos elementos del Estado chileno parecen resistir la embestida desestructurarte: el pueblo de Chile y su sentido de fin común, cuya sensatez se expresó en el rechazo de proyecto desarticulador que propuso la Convención Constituyente. A ese núcleo debe atender hoy el liderazgo político para salvar la descomposición institucional.
‘El sustrato institucional de la crisis de seguridad en Chile va más allá que la falla en materia del imperio del derecho. La realidad nacional muestra cómo el Estado se ha restado de actuar en extensas partes del territorio’.