¿Es conveniente establecer la acusación constitucional contra los fiscales?
Soy partidario de introducir en el futuro la acusación constitucional respecto de las altas autoridades del Ministerio Público particularmente el Fiscal Nacional y los fiscales regionales. No para entorpecer su labor, torpedear su independencia, o favorecer la impunidad, lo cual sería absurdo. La acusación constitucional tiene otro fin y muchas objeciones que en contra ella se levantan provienen de un examen poco atento de su naturaleza y función.
¿Por qué la figura de los fiscales habría de quedar fuera de esta forma de control democrático al que, sin embargo, de acuerdo al artículo 52 n°2 de la Constitución, están sometidas las más importantes autoridades de la República, entre ellos, el propio Presidente y los magistrados de los tribunales superiores de justicia? No hay respuesta firme que justifique esta exclusión. De ello da cuenta la historia de la Ley 19.519 de reforma constitucional que creó el Ministerio Público el año 1997. El Gobierno que impulsó dicha reforma era partidario de incluir a los fiscales entre las autoridades que podían ser objeto de acusación constitucional aunque el texto original del proyecto no aludió al problema. En los debates parlamentarios, senadores de las más diversas tendencias se manifestaron a favor de la acusación. También se dieron argumentos en contra, que son los que hoy más o menos se reiteran. Pero es bueno recordar que la exclusión definitiva de los fiscales se debió no a razones de fondo sino de oportunidad política (BCN Historia Ley 19.519, p.190 y 195).
Pero hoy no se vislumbran motivos para que siga siendo así. Desde hace años, los fiscales se han vuelto protagonistas de la vida pública. Vienen ejerciendo legítimamente la plenitud de todas sus funciones. Es precisamente ante esta circunstancia -el ejercicio de un poder en plenitud- donde es necesario volver a plantear la legitimidad de la acusación constitucional. Desde esta óptica, ella existe como mecanismo de control para evitar que quienes ejercen el poder público en una democracia abusen de él o lo desvíen de su fin incurriendo en los ilícitos que la Constitución señala, y que normalmente coinciden con alteraciones graves de la actividad institucional y republicana. Esos casos no son un destino necesario, sino una eventualidad hipotética. Pero este tipo de hipótesis deben preverse en un Estado de Derecho.
Y es que donde hay un gran poder debe haber un gran control, no solo desde el ángulo de la responsabilidad civil o penal, sino también desde el ángulo del mismo poder.
Quien siendo una alta autoridad abusa de éste, con actos singularmente perjudiciales, debe estar sometido a la posibilidad de incurrir en un ilícito constitucional y ser objeto, en consecuencia, de la acusación y juicio procedente por parte de las cámaras del Congreso, delegados directos del poder representativo. Con todas las garantías, por cierto del principio de legalidad y de la legítima defensa para el eventual acusado.
Es ésta la perspectiva de la acusación constitucional que suele olvidarse a la hora de excluir a los fiscales. Ella no se dirige contra lo bueno que hacen las más altas autoridades (ejercer en plenitud sus competencias) sino contra lo malo, contra los defectos o excesos especialmente graves en el uso del poder. En el caso de los fiscales, debiera ser el «notable abandono de sus deberes», siguiendo la tradición chilena en cuanto a su categorización e interpretación.