El FES y el fin del CAE: contribución al debate
Cristóbal Villalobos, en una reciente columna, responde a las críticas que ha suscitado el proyecto de Financiamiento para la Educación Superior (FES) del Gobierno. Sus argumentos son del siguiente tenor: “En otros lugares y en otros sectores se han hecho cosas similares a las que propone el proyecto, por lo tanto, es en principio factible y deseable”. Señala, por ejemplo, que la educación superior es cara en Chile para los estándares OCDE y que existen mercados como el de la electricidad con precios regulados que producen positivos efectos.
Villalobos no señala cuáles son estos efectos, qué los hace posibles, ni si el mecanismo que los produce es extrapolable a la materia que nos interesa. Aunque no se puede esperar todo ello de una columna, lo que sí puede exigirse es que se haga cargo del razonamiento que critica. Pero Villalobos tampoco hace eso.
Por ejemplo, ante las críticas que anticipan efectos segregadores del proyecto, replica que no atienden a la actual segregación del sistema. Pero esta es una réplica tan acertada como irrelevante. Que el sistema exhiba segregación ahora no quita que el nuevo sistema la empeoraría. Respecto del efecto de la regulación de aranceles –por vía de la extensión de la gratuidad hasta el noveno decil– sobre la calidad de las universidades, tan solo dice que se ha simplificado la discusión.
Ante esto, no queda más que reformular algunas de las críticas, esperando que, esta vez, Villalobos se haga cargo de ellas.
El proyecto FES estrangularía el copago privado y aumentaría la dependencia de los planteles de las transferencias fiscales basadas en un arancel regulado. Este esquema amenaza la calidad de instituciones complejas que tienen investigación, vinculación con el medio, un alto gasto por alumno y vocación innovadora.
El arancel regulado será fijado por un organismo experto, que hará un catálogo de carreras y una estimación del precio “razonable” de cada una de ellas.
Este mecanismo –basado en información pasada– es miope en comparación con un sistema en que las instituciones privadas tienen libertad para fijar aranceles y crear servicios apostando a la demanda futura. Por supuesto, habrá apuestas equivocadas. Pero al cargar con el costo de su equivocación, operarán incentivos para la precaución y la rectificación.
El copago ofrece cierta supervivencia de estos incentivos. Su eliminación para tres deciles adicionales los sepultaría. El dilema que enfrentaría, entonces, una universidad compleja es, aún más que hoy, adherir al FES a costa de simplificarse o no adherirse, segregando en favor de los estudiantes del décimo decil.
A Villalobos le parece tan manifiestamente improcedente el principio de que las deudas deben pagarse, que cree que basta con entrecomillar la palabra «justicia» para desecharlo. Esa convicción seguramente le impide ver que la regulación propuesta no solo es ineficiente, sino también injusta: ella entorpece gravemente el ejercicio de la libertad de educación y empeora la posición de los menos favorecidos.
Un último punto. Villalobos dice que la columna del rector Federico Valdés de la UDD es la más alarmista respecto del proyecto. Sin embargo, el rector de la UDP, Carlos Peña, advierte de los mismos peligros. No olvidemos que la UDP adscribió a la gratuidad el año 2016 y, siendo una universidad compleja, su experiencia de los efectos de esa política es revelador.