El autoritarismo de Bachelet y las críticas al Tribunal Constitucional
La última decisión del Tribunal Constitucional (TC) sobre el proyecto de gratuidad contenido en la ley de presupuestos ha causado controversia. Es normal que los perdedores critiquen una sentencia que no comparten. La justicia constitucional ha sido diseñada para resistir estas críticas, aunque no siempre con éxito. Existen ejemplos en que la legitimidad institucional es baja y el sistema democrático no goza de buena salud, haciendo que los TCs sean más vulnerables. En estos países es común encontrar historias donde los TCs se vuelven irrelevantes o desaparecen (e.g. Rusia), o simplemente ellas son instrumentalizadas para validar las decisiones de los gobernantes (e.g. Ecuador). En otros países, no obstante, algunos tribunales han sido capaces de producir una legitimidad institucional que va más allá de sentencias particulares, como puede ilustrarlo el prestigio de la Corte Suprema norteamericana y del TC alemán.
Gran parte de los opositores de la sentencia sobre la gratuidad han utilizado argumentos derivados de la “crítica democrática” en contra de la justicia constitucional. El alcance de esta crítica no es solo contra la decisión del TC, sino contra el TC mismo. Aunque reconocen que el fallo debe ser cumplido, llaman a modificar el TC reduciendo sus poderes, cambiando su composición o eliminándolo. Ello ha conducido a una suerte de chantaje institucional que consiste en decirle al TC: “TC, si no fallas como me gusta, te voy a quitar tus poderes”.
La crítica democrática (“mayoritaria”) existe en muchísimos países (e.g. Troper en Francia y Waldron en el debate angloamericano) y, en general, tiene un argumento común: que la justicia constitucional es incompatible con el gobierno de las mayorías, en tanto el TC puede vetar decisiones mayoritarias inclinando la cancha hacia los defensores del statu quo, alterando la igualdad política (habrá votos que valdrán más que otros). Esta crítica responde a una concepción especial de democracia (la mayoritaria) que se opone a otras. Si uno defiende concepciones basadas en valores diferentes, como la deliberación, la competencia política, la protección de los derechos y los frenos al poder (la democracia “constitucional”), entonces la crítica se vuelve menos importante. En su versión más radical, la crítica mayoritaria también es contraria al bicameralismo, al veto presidencial y a cualquier otra institución que pudiera reducir el poder de las mayorías (como podría serlo la iniciativa exclusiva del Presidente y la misma Contraloría).
Por lo anterior, la crítica democrática no es amiga del control sobre el poder de las mayorías que ejercen el poder político. La concepción mayoritaria favorece sistemas parlamentarios, donde la mayoría parlamentaria controla al Ejecutivo sin mayores contrapesos. Por ello, algunos sistemas parlamentarios carecen de justicia constitucional (e.g. Inglaterra, Nueva Zelanda y Holanda). No obstante, en sistemas presidenciales como el nuestro (y también en sistemas semi-parlamentarios con separación de poderes), generalmente existe alguna institución llamada a resolver los conflictos constitucionales mediante canales pacíficos y efectivos (Francia es el ejemplo que más se parece a nosotros).
Esta fue la razón que llevó a Frei Montalva a establecer el TC en 1970 y a Salvador Allende a recurrir en numerosas oportunidades al TC cuando el Congreso amenazaba el normal funcionamiento de su gobierno. En nuestra historia hay episodios donde la inexistencia de un árbitro institucional generó violencia, y donde se intentaron propuestas para resolver dichos conflictos. Proyectos estableciendo plebiscitos dirimentes y la posibilidad de disolver el Parlamento llamando a nuevas elecciones, son una muestra de la incapacidad de un sistema como el nuestro (donde abundan los Presidentes con un Congreso poco amistoso) para resolver los conflictos constitucionales de forma efectiva y pacífica. El TC tiene, en nuestra historia, una justificación propia que hoy parece olvidada.
No obstante, hoy la sola necesidad de un árbitro institucional no parece suficiente para justificar la existencia del TC. Hoy, parece importante construir argumentos de tipo “democrático”, aunque no sean de naturaleza mayoritaria (el TC está diseñado para controlar las mayorías –mal puede ser “mayoritario”–). El caso sobre el problema de la gratuidad entrega una buena oportunidad para reflexionar acerca de este tipo de argumentos. Pocos han identificado que este caso se presenta en torno a un contexto problemático, tal vez el más importante déficit de nuestra democracia actual: el poco respeto que el Ejecutivo tiene sobre el Congreso como autoridad representativa donde se discuten los grandes problemas del país. Cuando el gobierno decide tramitar esta materia a través de una rápida y difusa ley de presupuestos, está mostrando poco respeto por las virtudes procedimentales de la democracia. El proceso legislativo está llamado a incorporar distintas visiones, generar acuerdos y contraponer argumentos, pero el gobierno prefiere eludir lo anterior con la excusa de que Bachelet fue electa para aplicar su programa. Esta excusa es autoritaria, en el sentido de que trivializa el rol del ente representativo por excelencia (el Congreso) y deja al Ejecutivo en una situación semi-dictatorial.
Este problema de nuestra democracia, ilustrado perfectamente en el uso (y abuso) de la ley de presupuestos, ha sido parcialmente reducido por el propio TC. Cuando el TC convoca a audiencias públicas para escuchar a quienes quieran participar del proceso, y dicta un fallo dividido con sus respectivas justificaciones, está dejando en evidencia los problemas deliberativos y procedimentales en la forma como la Presidenta trata a nuestro Congreso y menosprecia nuestro proceso legislativo, fortaleciendo el pobre debate público que ha tenido nuestro país sobre el problema de la gratuidad. De esta manera, el TC enriquece el proceso político y restringe el autoritarismo de Bachelet. Aunque los partidarios de la democracia simplemente mayoritaria (y de la gratuidad) no comparten el poder del TC, el mismo obedece a otros valores democráticos, tal como lo ha hecho ver parte de la literatura especializada al resaltar el aporte deliberativo (ver e.g. Hübner Mendes, 2009) y procedimental (Ely, 1980) de la justicia constitucional en general, y del modelo europeo en particular (Ferreres Comella, 2009).
En otro orden de justificaciones, la justicia constitucional ha demostrado ser útil para consolidar democracias frágiles (Issacharoff, 2015), para establecer sistemas de solución de conflictos políticos de forma pacífica (Shapiro, 2003), para colaborar con transiciones a la democracia (Chile en los ’80) y para defender derechos fundamentales (la experiencia de los EE.UU. es la más notoria en esto).
La crítica mayoritaria es especialmente dura contra la función que juegan los jueces en materia de derechos fundamentales, ya que ellos son los que más posibilidades abren a los jueces para resolver cuestiones de índole moral. Al asociar el problema de la gratuidad a un estándar de discriminación, el TC alimenta estas críticas. En lo personal, creo que el TC debió haber resuelto el caso usando argumentos procedimentales que fortalezcan al Congreso y pongan freno al autoritarismo de Bachelet (el problema de la ley de presupuestos), en vez de haber resuelto el caso bajo el problema de la discriminación. Si hubiera seguido ese camino, el TC no sólo habría contribuido a promover el debate público agregando ingredientes y visiones distintas al problema de la educación, sino que también habría corregido un problema importante para la salud de nuestro sistema democrático: tratar al Congreso como un buzón que timbra los proyectos del Ejecutivo, y no un espacio donde nuestros representantes discutan y se escuchen de verdad, generen acuerdos y cedan posiciones en un debate que sea enriquecido por la sociedad civil.