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UDD en la Prensa

Educación para la ciudadanía

 Marisol Peña Torres
Marisol Peña Torres Profesora Investigadora del Centro de Justicia Constitucional, Facultad de derecho

Sorpresa, estupor, y hasta indignación, han causado las expresiones contenidas en una supuesta carta de apoderados del Instituto Nacional Barros Arana, después de la tragedia de esta semana que dejó más de 30 alumnos heridos, incluso algunos en riesgo vital, producto de la manipulación de elementos incendiarios en un baño del establecimiento.

Dicha carta cierra expresando que «manifestarse es un derecho, vivir sin nada que reclamar es un privilegio». Ello, después de intentar justificar el recurso a la violencia por parte de jóvenes que estarían cargados de rabia, pena y una enorme incertidumbre respecto del futuro. O sea, de nuevo el razonamiento maquiavélico: «el fin justifica los medios».

Verdaderamente desoladoras resultan estas palabras provenientes de padres que, constitucionalmente, tienen el derecho preferente y el deber de educar a sus hijos.

¿Cómo debe cumplirse este deber que, más que constitucional, es un imperativo de la naturaleza humana y una exigencia de la convivencia civilizada?

Para responder esta interrogante y contrastarla con la carta que nos preocupa conviene precisar, en primer término, el sentido de la autonomía humana y, asimismo, el rol de los educadores.

En cuanto a lo primero, la libertad propia de la persona no puede manifestarse en una autonomía absoluta. Las personas se hacen responsables tanto moral como legalmente de sus actos. Y esta afirmación es propia de la convivencia social donde resulta imperativo que los derechos de cada quien se compatibilicen con los derechos de los demás. Si alguien manipula bombas molotov para atacar a las fuerzas policiales y éstas explotan matando o hiriendo no sólo a los defensores del orden público, sino que también a personas inocentes, no podrá escapar del reproche de la conciencia ni de las consecuencias punitivas de su conducta antijurídica.

Pero, además, los padres, como primeros y naturales educadores, tenemos una particular responsabilidad en lo que se ha denominado la «educación para la ciudadanía» que no es otra cosa que contribuir a formar personas fuertes, autónomas, pero a la vez, razonables y prudentes. Esto último supone incentivar el ejercicio adecuado de los derechos fundamentales como la libertad de expresión y el derecho de reunión que no son absolutos, sino que deben enmarcarse dentro de ciertos límites que tienen que ver, precisamente, con el respeto a los derechos ajenos, con el fortalecimiento de la democracia y con la vigencia efectiva del Estado de Derecho.

Así, la eventual frustración de una persona no la autoriza a abusar de su autonomía, ni menos a lesionar la potencia que ha ido adquiriendo la ciudadanía como verdadero «partner» del Estado, que incentiva una participación responsable y cada vez más activa en los asuntos que nos conciernen a todos favoreciendo el desarrollo en paz y estabilidad. De esta forma se construye en democracia y no se destruye en humanidad.