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UDD en la Prensa

Dilema transpacífico

 Juan Pablo Sims
Juan Pablo Sims Investigador del Centro de Estudios de Relaciones Internacionales, Facultad de Gobierno

La política exterior de Chile bajo el gobierno del Presidente Gabriel Boric presenta una paradoja curiosa. Por un lado, Boric ha cultivado una agenda de política exterior progresista que enfatiza temas ecológicos, la gestión ambiental y los derechos humanos. Su alineamiento con líderes como Justin Trudeau de Canadá y Emmanuel Macron de Francia —pilares del liderazgo progresista global— refleja un compromiso con enfrentar desafíos globales como el cambio climático y la preservación de la biodiversidad. Estas asociaciones, con líderes de naciones influyentes y confiables, subrayan la afinidad de Chile con actores afines en el escenario mundial.

Sin embargo, la posición de Chile como una economía pequeña, pero globalmente integrada, requiere una gran estrategia que aborde sus necesidades y vulnerabilidades específicas de manera más pragmática y enfocada. Si bien Trudeau y Macron son aliados valiosos en los foros multilaterales, los desafíos fundamentales de Chile —diversificación económica, integración regional y adaptación a los cambios en las dinámicas del comercio global— demandan estrategias que prioricen alianzas con actores regionales y transpacíficos capaces de fortalecer directamente la resiliencia económica y la posición geopolítica de Chile.

Desde la década de 1990, Chile ha gestionado su política exterior con una mezcla de ambición y pragmatismo. El retorno a la democracia marcó un momento crucial en el que movilizó tanto sus instituciones estatales como a la sociedad para reincorporarse al sistema global. Fue un periodo de liberalización económica sin precedentes y de compromiso internacional, en el que Chile ganó reputación como un socio económico confiable y abierto. La firma de numerosos acuerdos de libre comercio, la participación activa en foros multilaterales como APEC y su rol como modelo regional de estabilidad democrática reflejaron una gran estrategia cohesionada. Una estrategia que reconocía el poder transformador de la diplomacia económica y la necesidad de un esfuerzo nacional unificado para elevar la posición de Chile en el sistema global.

No obstante, en las décadas transcurridas desde esa era de reintegración internacional enfocada, Chile ha tenido dificultades para mantener una gran estrategia coherente. Si bien los fundamentos de apertura económica y compromiso multilateral permanecen, la política exterior del país ha estado cada vez más marcada por decisiones ad hoc y una falta de dirección estratégica. Gobiernos sucesivos han oscilado entre prioridades —desde profundizar las relaciones comerciales con Asia hasta enfatizar el liderazgo regional en América Latina— sin elaborar una visión a largo plazo que se alinee con las necesidades y oportunidades cambiantes de Chile. Bajo el mandato de Boric, esta falta de claridad se ha hecho aún más evidente.

Hoy en día, el mundo está definido por el resurgimiento de la competencia entre grandes potencias, con China y Estados Unidos a la vanguardia de una contienda que da forma al orden global. Para Chile, estas dos potencias no solo son nuestros principales socios comerciales, sino también fuentes clave de inversión y crecimiento económico. Sin embargo, su rivalidad va más allá de lo económico, ya que ambas buscan activamente influir en los estados más pequeños para alinearlos con sus respectivas causas. Para una economía pequeña y vulnerable como la nuestra, tomar partido en esta rivalidad no es una opción; esto pondría en riesgo la relación con socios clave y nos expondría a vulnerabilidades innecesarias. En cambio, Chile debe adoptar una estrategia de balanceo estratégico: navegar cuidadosamente entre estas potencias mientras salvaguardamos nuestra autonomía y estabilidad económica.

Para lograrlo, debemos reevaluar nuestras prioridades regionales y globales. Si bien América Latina sigue siendo nuestro contexto geográfico inmediato, su inestabilidad crónica y los dramáticos giros en sus políticas la convierten en una base poco confiable para la gran estrategia de Chile. El ascenso de líderes como Javier Milei en Argentina, los cambios ideológicos de Bolsonaro a Lula en Brasil y las políticas impredecibles de figuras como Gustavo Petro en Colombia, destacan la volatilidad política y económica de la región. Alinear el futuro de Chile demasiado estrechamente con este entorno conlleva el riesgo de enredarnos en una inestabilidad que socava nuestros intereses a largo plazo.

En cambio, Chile debería centrar su enfoque estratégico en el Sudeste Asiático. Esta región, compuesta por naciones que enfrentan desafíos similares para navegar la competencia entre grandes potencias, ofrece una asociación confiable y orientada al futuro. Colectivamente, los diez países de la ASEAN representan un bloque económico significativo y en crecimiento, con mercados dinámicos, economías diversas y un interés compartido en mantener su autonomía estratégica. Al igual que Chile, los países del Sudeste Asiático deben equilibrar su interdependencia económica con Estados Unidos y China, evitando al mismo tiempo una alineación indebida con cualquiera de las dos potencias.

Profundizando nuestros lazos con el Sudeste Asiático, Chile puede aprovechar los intereses compartidos con estas naciones para construir asociaciones fundamentadas en la estabilidad, el pragmatismo y el beneficio mutuo. Este cambio también estaría alineado con el compromiso de larga data de Chile con la liberalización comercial y la cooperación internacional, permitiéndonos posicionarnos como un puente transpacífico. Mientras la inestabilidad de América Latina complica nuestras ambiciones de ser un líder regional, el Sudeste Asiático ofrece una plataforma para elevar el rol de Chile en el escenario global y diversificar nuestras alianzas económicas y políticas.

En esta era de inestabilidad geopolítica, la gran estrategia de Chile debe redefinirse para priorizar el Sudeste Asiático como una piedra angular de nuestra política exterior. Al alinearnos con naciones que comparten nuestros desafíos y aspiraciones, podemos navegar con mayor confianza la competencia entre grandes potencias, asegurando nuestra autonomía y resiliencia en un mundo cada vez más fragmentado.