Derrota y renovación
Después de cualquier derrota electoral, el desconcierto, la rabia, el desánimo, las voces de cambio, la búsqueda de culpables y el reordenamiento interno de los partidos son la tónica. Pero más allá de lo inevitable que pueda ser este patrón de comportamiento, es crucial abordarlo con prudencia y racionalidad política, es decir, es fundamental que los hechos político-electorales sean evaluados de manera desapasionada. Aunque siempre una derrota es una oportunidad de «ajustar cuentas» entre «facciones» al interior de los partidos, haciéndose esto más crítico cuando no existen liderazgos claros, lo cierto es que ello no debe conducir a la toma de decisiones irrevocables.
Al respecto, tras la derrota de la Concertación en 2010, este fenómeno de crítica y conflicto ocurrió en forma más brutal de lo que se recuerda: tomas en la sede de la DC por dirigentes de la juventud del partido; se escuchaba a Lagos llamando a abrir «paso a las nuevas generaciones» y ser generosos en el traspaso de la posta; a Girardi planteando la necesidad de refundar la Concertación más allá de un cambio etario; se pronosticaba un éxodo de militantes socialistas hacia MEO. Y al igual que ahora, se hicieron toda suerte de llamados a cuidar a la DC y cautelar la unidad con ella. En fin, por todas partes se hablaba de la muerte de la Concertación.
No obstante, ¿se renovó efectivamente la Concertación? ¿Tuvo lugar un proceso de reinvención? ¿Los viejos liderazgos dieron lugar a las nuevas generaciones? ¿Cambiaron las dirigencias? ¿Cambió la agenda del conglomerado? La respuesta no puede ser categórica. Si bien es cierto que el pacto electoral de 2009 terminó transformándose en un pacto programático en 2013, incluyendo al PC, ello fue posible gracias a los efectos del movimiento estudiantil y las críticas surgidas de parte de los movimientos sociales. Así, sin mediar grandes traumas, la Concertación fue capaz de encontrar en la crítica al «modelo» el chivo expiatorio al cual atribuir todas las responsabilidades y culpas de los problemas que aquejaban a los chilenos.
A todo esto hay que agregar un ingrediente adicional, la falta de liderazgo fue paulatinamente congelando cualquier discusión interna y conduciendo a que la única tabla de salvación fuera Bachelet, pues su popularidad instaló un ambiente que nadie se atrevía a desafiar. Y los intentos por hacerlo fueron, a lo sumo, tímidos, diríamos que casi calculados (Orrego, Velasco y Gómez) lo que finalmente se reflejó en la primaria.
En general, todo este proceso no requirió grandes cambios en la dirigencia; y cuando hubo cambios, no significaron una refundación.
De hecho, a juzgar por los resultados electorales, prácticamente se mantuvo la gran mayoría de los parlamentarios que habían sido electos en 2009 (de los 57 diputados, el 77% fue a la reelección, y de ellos el 95% ganó).
La lección es clara: la política es más contingente de lo que se cree, es más sorprendente de lo que imaginamos. De hecho, ¿quién hubiera pensado que en 2013 los mismos que aprobaron y aplicaron una institucionalidad aparecieran luego explicando que ello respondió al contexto histórico que enfrentaron, pero que siempre les incomodó? La política real consiste en aprovechar oportunidades y arbitrar información, lo que no difiere mucho de los negocios, y es lo que dio respiro a la Concertación, hoy Nueva Mayoría. No obstante, en democracia sólo una fracción de los ciudadanos-clientes es fiel y leal, siendo un porcentaje decisivo de ellos muy volátil, y ante cualquier falla no tardan en cambiar de «tienda». Es a esas oportunidades a las que hay que estar atentos.
Al respecto, una de las lecciones más importantes para la Alianza es que el proceso que viene por delante debe tener como derroteros la prudencia y el sentido común. El contrincante no está en su interior, sino que afuera. Tal vez más que nunca se requiere de pragmatismo para abordar los temas que vendrán. No cabe duda de que hay cuentas que ajustar, pero se precisa mucha cautela.
Para muchos es hora de ofrecer nuevos sueños y quizá hay algo de verdad en eso. Sin embargo, parece que los nuevos ciudadanos son más pragmáticos e incrédulos y, sobre todo, poco acostumbrados a los sueños. Lo que esperan es seguir anclados al desarrollo y superar la vulnerabilidad que aún enfrentan (particularmente las clases medias emergentes); quieren que se los trate con la dignidad de la que debe gozar todo «ciudadano-cliente» y eso no tiene que ver con sueños, sino que con la exigibilidad de los derechos que adquieren al elegir en las urnas.