Derecho de herencia
Las leyes sobre sucesión por causa de muerte han fraccionado y extendido la propiedad más que cualquier otra medida, incluidas, por cierto aquellas que postulan una reforma agraria. Esta regulación ha sido un factor primordial para difundir el dominio, en particular, en el sector rural. Si bien esta institución ha sufrido reformas importantes en los últimos decenios, aún mantiene un eje central, según el cual se reserva a los herederos forzosos (descendientes, ascendientes y cónyuge sobreviviente) la mayor parte de los bienes transmisibles, pudiendo el causante asignar libremente solo una parte menor de su patrimonio (25%). Todavía más, para ejercer esta escuálida facultad, debe otorgarse testamento, exigencia que suscita la resistencia de la mayor parte de los chilenos por diversas razones, incluso, por superstición.
El sistema sucesorio descrito fue concebido sobre la base de una expectativa de vida de menos de 50 años, umbral que predominaba a la entrada en vigencia de nuestro Código Civil (1857). Hoy día, cuando dicho pronóstico se remonta sobre 80 años, esta reglamentación jurídica no se justifica y provoca distorsiones inaceptables.
Las llamadas «asignaciones forzosas» deberían favorecer solo a los hijos menores, para asegurar su formación y establecimiento, y al cónyuge sobreviviente cuando no esté en situación de sustentar su existencia. Todo lo demás quedaría a merced del causante. La responsabilidad directa de una persona respecto de sus descendientes, si bien subsiste siempre por razones morales y humanas, no justifica un régimen tan rígido y hoy día desconectado de las tasas de sobrevivencia. El derecho no puede fundarse sobre factores ya superados, porque inevitablemente se desencadena un distanciamiento entre el mandato normativo y las necesidades sociales que aquel debe satisfacer.
Si una persona ha conseguido acumular bienes que perdurarán más allá de sus días, es justo que ella tenga la posibilidad de destinarlos según sus preferencias, respetando aquello que no puede desatender: sus hijos menores y su cónyuge sobreviviente, en la medida en que ninguno de ellos pueda subsistir con sus propios recursos. Las normas jurídicas que reglamentan la llamada «sucesión intestada» esto es, aquellas que se aplican para determinar lo que corresponde a cada asignatario cuando el causante guarda silencio, y siempre si concurren a la herencia herederos forzosos, solo se justifican para suplir su voluntad, no para contrariarla.
Pero lo anterior no es suficiente. Urge simplificar las reglas que gobiernan la partición de la herencia si concurren a ella dos o más interesados, cualquiera que sea el patrimonio afectado. La complejidad de esta normativa es la causa de que muchas sucesiones se mantengan indivisas por largo tiempo, con perjuicio para la seguridad de la propiedad raíz, la armonía familiar, y la eficiente administración de los bienes comunes. El autor de nuestro Código Civil dejó claro testimonio de que la comunidad (copropiedad de bienes) es contraria al interés económico general, y que el dominio común debe singularizarse en aras de un mejor aprovechamiento de los recursos. De aquí que la acción de partición (derecho a exigir la división) sea imprescriptible y que el pacto de indivisión surta efecto como máximo durante cinco años.
En general, si algo se requiere con urgencia, es revisar la institucionalidad procesal, simplificar la tramitación judicial y dar a los jueces herramientas adecuadas para el cumplimiento de su cometido, solo así se resguarda la paz social.
Toda sucesión, por lo general, pone en movimiento el aparato jurisdiccional asegurando los derechos en juego. Lamentablemente, no se advierte el provecho y beneficio que ganaríamos con un sistema procesal más eficiente.
La reforma sucesoria que reclamamos no solo sería el justo reconocimiento del derecho esencial de toda persona a disponer de aquello que le pertenece —sin perjuicio de resguardar el cumplimiento de sus deberes respecto del núcleo familiar más próximo—, sino que, además, resolvería una serie de conflictos que no tienen otro antecedente que no sean las deficiencias de un sistema que debe modernizarse.