¿Cree usted en el Estado de Derecho democrático?
El desafío del actual proceso es doble: sin duda se trata de definir la sustancia constitucional, pero antes aun, el proceso y sus actores están llamados a entregar legitimidad institucional al Estado de Derecho democrático en sí mismo.
¿Cree usted en el Estado de Derecho democrático? Entendamos para estos efectos que el Estado de Derecho es, en simple, la forma de organización jurídica que adopta el aparato estatal.
Entendamos que el ordenamiento será democrático cuando las autoridades deban ser elegidas mediante voto popular (periódico, libre y transparente), y el Estado deba sujetar su actuar al principio de legalidad. Se trata entonces de que el Estado sea legítimo en su origen, y también en su ejercicio. El ciudadano renuncia a imponer sus visiones políticas particulares por la fuerza. Como es evidente, lo anterior supone reconocer la estatura ética del adversario político y de su proyecto de gobierno.
Así las cosas, la pregunta por la adhesión personal al Estado de Derecho democrático pareciera ser la gran interrogante que se encuentra pendiente de formulación y de respuesta en Chile, y ello desde hace quizás ya demasiado tiempo. Lo discutido hasta ahora en los procesos constitucionales recientes es relevante y de sobra conocido: ¿subsidiariedad o Estado social de derechos? ¿Libre elección en todo o solo en lo que cada cual considera esencial (sea que se trate de la disposición de la vida del que está por nacer, o de la libertad de educación y la propiedad de los fondos, según el lente que se use)? En fin, ¿maximalismo o minimalismo constitucional? Todas estas preguntas, si bien cruciales, parecieran pasar a un segundo plano frente a la cuestión de la adhesión a la democracia, sobre todo si consideramos que, en parte, hoy discutimos a nivel constitucional, contenidos quizás abordables por la vía legislativa, justamente por el cuestionamiento a la legitimidad de la Carta vigente. En consecuencia, el desafío del actual proceso es doble: sin duda se trata de definir la sustancia constitucional, pero antes aun, el proceso y sus actores están llamados a entregar legitimidad institucional al Estado de Derecho democrático en sí mismo.
No deja de ser interesante advertir el hecho de que Chile esté hoy, al cumplirse 50 años del quiebre de 1973, sumido en un predicamento constitucional complejo. ¿Hay lecciones a partir de esta efeméride para el proceso actual? En mi opinión, la coincidencia no puede ser en realidad más providencial. Lamentablemente, hoy igual que ayer, pareciera ser que la lectura sobre la encrucijada institucional no puede ser disociada de la violencia y la irresponsabilidad política como su antecedente inmediato. En efecto, tanto la crisis de la década del 70 como la de 2019, dan cuenta de cómo algunas fuerzas y actores políticos relevantes han expresado públicamente su desafección al Estado de Derecho democrático. El problema justamente es que la anti-institucionalidad no se expresa así abiertamente. Muy por el contrario, el discurso político anti institucional insiste en travestirse con las ropas de la democracia, e incluso, suele abogar por su profundización o por la defensa de mayores autonomías, derechos y libertades para la ciudadanía. Sin embargo, y mediante otros discursos y acciones, borra con el codo lo escrito por la mano. Así, no duda en legitimar la violencia, cuestiona el monopolio estatal en el uso de la fuerza, promueve e incita que tal o cual gobierno deba caer ante el descontento popular, procura hacer su voluntad política, aunque aquello conlleve vulnerar el principio de legalidad torciendo la institucionalidad, divide a la población entre buenos y malos, y en lo que nos convoca en el actual proceso, deslegitima el resultado de la elección que resulte adversa a sus intereses. Si bien es comprensible que las heridas del pasado dificulten la reflexión autocrítica de los actores políticos, la compleja situación institucional que atraviesa Chile parece indicarnos que el tiempo de sanar heridas ya pasó. La convicción democrática exige hoy no solo la validación de la estatura ética del adversario político y su proyecto, sino que también, la distancia respecto del aliado aparente que no comparte esa convicción. El debate constitucional en consecuencia debiera abocarse a los grandes consensos, entendiendo que para que podamos debatir las diferencias en democracia, necesitamos primero que ella exista.