Covid 19: La gestión del miedo
La literatura especializada entrega varias fórmulas para abordar una crisis comunicacional como la que enfrentan los gobiernos de todos los países a causa de la pandemia del covid-19. Por lo general, se suele decir que estos eventos desestabilizadores deben ser abordados de manera rápida y contundente, para terminar con cualquier asomo de inestabilidad lo antes posible.
Sin embargo, tal como ocurre con el trabajo, la educación, el comercio y el día a día de los ciudadanos, el coronavirus exige de parte de las autoridades una mirada más atenta a las novedades que conlleva un evento como la pandemia. Muchos gobiernos, incluido el chileno, han actuado con excesiva premura. Y han pagado caro ese atolondramiento.
Cada crisis tiene su ADN propio y único, por lo que asesores, gabinetes y ‘segundos pisos’ deben darse el tiempo de estudiar y, tal como hacen los científicos que día a día se acercan a la tan ansiada vacuna, identificar el modo más efectivo de enfrentar el asunto.
La pandemia del covid-19 es única por varias razones. En primer lugar, es probablemente la primera gran crisis global que enfrentamos como humanidad. Situaciones de riesgo ha habido muchas, pero estas suelen ser de carácter global -y por lo mismo, atendibles por las grandes potencias del planeta- o local -abordables por autoridades nacionales, regionales o municipales-. El coronavirus, en cambio, constituye una crisis cuyos efectos son tan variados que afectan de manera global a la humanidad con características muy específicas y, a la vez, conmueve de forma inédita a gobiernos locales según la realidad social, económica y cultural de las comunidades. Hoy, no puede ser más certera la expresión de que la pandemia afecta a todos -global- y a cada uno -local- de los miembros de la humanidad.
Ahora bien, además, la crisis del covid-19 es acéfala, en cuanto no hay una contraparte concreta con la cual los gobiernos se puedan sentar a negociar; democrática, pues afecta a todos sin distinción; e incierta, pues su novedad hace que nadie pueda prever cómo se va a comportar el virus en los meses venideros. Así, el coronavirus detona un conflicto global que no puede abordarse de igual manera que un desastre natural o el rescate de 33 mineros atrapados a 700 metros de profundidad, por muy bien manejados que hayan sido estos trances.
Emociones en política
Dicho lo anterior, una pandemia de proporciones globales como la actual conlleva además un condimento que debe ser abordado por la autoridad como si se tratara de nitroglicerina. Hablo del miedo. Miedo a contagiarse, miedo a morir, miedo a perder a un ser querido, miedo al desabastecimiento, miedo a la cesantía… miedo a la incertidumbre.
El miedo es una emoción que viene asociada al virus y que no debe ser tratada a la ligera, pues cualquier paso en falso genera el recrudecimiento de la crisis, tal como ha sucedido y sigue sucediendo en países de todo el mundo. El nuestro no tiene por qué ser la excepción.
Durante mucho tiempo, hablar de emociones como el miedo en comunicación política -y en política en general- fue un asunto tabú. Algo propio de los débiles. Muchos autores antiguos pero de larga estela hasta el día de hoy insinuaron que, por ejemplo, el sentir miedo es propio de ignorantes -pues uno teme solo lo que ignora- y cobardes. Y ahí tenemos a Trump y Bolsonaro paseándose con la prepotencia y temeridad propias del que cree saberlo todo… y ahí están Estados Unidos y Brasil encabezando todos los peores rankings de la pandemia, pero a la vez nos llegan a diario imágenes de playas y parques atestados de gente. Una riesgosa normalidad que deriva de la prepotencia de sus líderes.
Del miedo -y otras emociones- hay que hablar con brutal transparencia y los asesores de los líderes globales y locales deben estudiarlo, entenderlo y tomar las medidas adecuadas para actuar frente a él. En una crisis como la del coronavirus, el miedo no se combate ni se procura erradicar, sino que se transita y, en definitiva, se gestiona.
Ejemplos sobran de autoridades cuya primera reacción ante el covid-19 ha sido la de procurar a toda costa erradicar el miedo de la ciudadanía en una mal entendida actitud paternal. Eso deriva en una falsa sensación de seguridad cuyos efectos ya son conocidos por todos.
El miedo debe gestionarse de modo tal que la ciudadanía -siguiendo el ejemplo de la autoridad- transite por ese justo medio virtuoso entre dos extremos peligrosos en épocas de pandemia: la temeridad y la cobardía.
En definitiva, el miedo debe ser administrado estratégicamente a la hora de enfrentar una pandemia de proporciones globales como la actual y el modo de comunicar de nuestras autoridades debe ir en esa línea.
La comunicación política en tiempos de pandemia exige en primer lugar claridad, humildad y transparencia, pero al mismo tiempo altas dosis de empatía y serenidad. En ese sentido, el giro discursivo que se vio en nuestro país con la transición Mañalich-Paris va en esa línea.
Más allá del manejo científico de la pandemia, comunicacionalmente la anterior administración sanitaria abrazaba un discurso bélico -la Batalla de Santiago-, con un estilo altanero y confrontacional, discurso que ya el estallido de octubre de 2019 había recomendado no utilizar. El actual ministro, en cambio, ha avanzado correctamente en la entrega de datos fiables, reconociendo errores y corrigiendo cualquier asomo de falta de transparencia. Y, a la vez, es un secretario de Estado que reconoce constantemente -casi de modo exagerado- el rol de variados protagonistas en esta crisis, incluyendo el de los medios de comunicación, y no duda en pedir un minuto de silencio por los compatriotas fallecidos.
No es casualidad el hecho de que siete de los países que mejor han conducido comunicacionalmente la pandemia -Alemania, Dinamarca, Islandia, Finlandia, Nueva Zelandia, Noruega y Taiwán–son gobernados por mujeres. En comunicación política es precisamente en las líderes femeninas donde se suele depositar la honestidad, la confianza y la empatía y desde donde se pueden estructurar narrativas sólidas y creíbles. La comunicación frente al miedo no debe descartar la imagen universal del niño temeroso corriendo a los brazos, precisamente, de su madre.
El miedo, en definitiva, puede y debe ser gestionado comunicacionalmente, de modo tal que sea, en su justa medida, un aliado de las autoridades en el tránsito discursivo por esta crisis pandémica global.