Comisión ad hoc
Hay que reconocer una gran astucia en quienes tuvieron la idea de asociar la creación, mediante decreto, de la Comisión Asesora contra la Desinformación con el Ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación. Con ello procuraron darle un lustre técnico y académico a una iniciativa de la que hay serios motivos para sospechar de que no es otra cosa que un órgano ad hoc para, bajo el pretexto de combatir la desinformación y mantener la calidad de la discusión democrática, intervenir la discusión pública mediante la calificación, presuntamente autorizada según criterios técnicos e imparciales, de los argumentos de quienes intervienen en ella.
La ministra Vallejo ha aclarado que no se trata de censura. Y no lo es. No, directamente. El asunto es más mañoso. Se trata de crear una comisión ad hoc, conformada por representantes de universidades públicas y privadas, escogidos íntegramente por el Ejecutivo, para que, entre otras cosas, mida el impacto de la desinformación, eduque acerca de ella y ¿proponga? (el decreto omite el verbo) las buenas prácticas que en esta materia existen a nivel internacional.
Obviamente, las medidas que deban tomarse contra la desinformación son y serán un asunto disputado, sobre todo porque hay sectores y personeros políticos —como la propia ministra Vallejo— que insisten en calificar y tratar como “desinformación” las críticas de los detractores del Gobierno. Como a todo esto hay que sumar el carácter instrumental que para esos mismos sectores tiene la libertad de expresión y la democracia (las palabras de Lautaro Carmona acerca de la admisibilidad de las vías de hecho confirman este punto), no puede más que recibirse con inquietud, o incluso alarma, la creación de una comisión de este tipo.
En efecto, no sería sorprendente que, de llegar a funcionar, la comisión repitiera, en sus recomendaciones, las medidas que los detractores de la libertad de expresión desean poner en práctica para “corregir” el carácter “puramente formal” de la misma. Por ejemplo, el establecimiento de más y mayores medios controlados directa o indirectamente por el Estado (es decir, políticamente controlados), el aseguramiento coactivo de espacios de difusión para opiniones que consideran “subrepresentadas” en la discusión pública o la instauración de programas de “información” de los logros del Gobierno.
Cabe imaginar aun otras derivadas de este asunto. No puede descartarse la posibilidad de que, el día de mañana, los lineamientos, juicios y criterios de la comisión sean utilizados para desautorizar las opiniones de aquellos que discrepan del gobierno de turno. De hecho, no es descabellado suponer que la comisión en cuestión funcione como una suerte de cuña en contra de la opinión pública: su auctoritas podrá oponerse a ella para desmentirla y debilitarla. Y todo ello, con la ventaja que supone para el gobierno de turno que sea un órgano pretendidamente técnico e imparcial el que desmienta o deslegitime las opiniones de sus adversarios.
Riesgos como los descritos son aún peores para el caso de las personas individuales, que podrán ser señaladas como “mentirosas”, no por los académicos que integren la comisión, sino por los políticos que instrumentalicen sus pareceres, lineamientos o recomendaciones. ¿O acaso cree el lector que en un debate, la parte que tenga la oportunidad de hacerlo no rebatirá a su contradictor con una frase del tipo, “Eso ya fue desmentido/desaconsejado por la Comisión Asesora contra la Desinformación”?
Después hay otros problemas asociados al funcionamiento de la comisión. Por ejemplo, ¿qué pasa si se comprueba que un consejo o parecer de la comisión resulta ser falso o errado? La desinformación de la propia Comisión Asesora contra la Desinformación, ¿será conocida y desautorizada por quién? ¿Y qué sucede si la comisión emite una recomendación contraria a la política comunicacional del Gobierno?
Todos estos inconvenientes no deben hacernos olvidar otro, que es aún más importante: las diferencias políticas no tratan tanto de la ocurrencia o no de tal o cual hecho, como de su interpretación o valoración. Y, del mismo modo, no tratan tanto de los medios como de los fines. Y respecto de estos asuntos, no hay comité académico, por distinguido que sea, que tenga más autoridad que el resto de los ciudadanos. Los intentos de intervenir o “corregir” la libertad de expresión por los medios que ofrece la tecnocracia (o la sofocracia) son, como es obvio, incompatibles con la democracia.