Capacidad mental de un Presidente
Comencé a escribir esta columna antes de que Joe Biden renunciara a repostular al cargo de Presidente de los Estados Unidos. Decidí continuar con el tema, puesto que las dudas generadas no son exclusivas de su situación y seguro volverán a suscitarse respecto de otros gobernantes, en ese o en cualquier otro país.
Hay al menos dos temas de interés ético. El primero se refiere a si los profesionales sanitarios pueden efectuar diagnósticos a partir de videos o entrevistas disponibles públicamente. El segundo se relaciona con tener ciertos estándares mínimos para considerar que una persona es apta para determinado cargo, especialmente cuando el puesto es de altísima responsabilidad.
Examinemos la primera cuestión: a primera vista, uno diría que, si de la observación de una entrevista o de la marcha de una persona es evidente que tiene un problema médico, los expertos pueden efectuar -y comunicar- un diagnóstico. Pero existen poderosas razones para no hacerlo: no se ha examinado al paciente y se debe resguardar la debida confidencialidad. Al respecto, la Asociación Americana de Psiquiatría, en su Código de Ética, establece que cuando se les pide a los psiquiatras que hagan comentarios sobre personajes públicos, deben abstenerse de efectuar un diagnóstico. Esto se conoce como la Regla Goldwater, por Barry Goldwater, un exsenador estadounidense y candidato republicano a la presidencia en 1964. El tema se originó cuando la revista Fact publicó un artículo en el cual 1.189 psiquiatras decían que él era psicológicamente inapto para ser presidente. Durante los años 2016 y 2017 numerosos psiquiatras y psicólogos americanos fueron criticados por violar esta regla, al afirmar que Donald Trump tenía problemas de personalidad, tales como falta de empatía o ser un narciso. En Chile ya hemos visto como “opinólogas de la psiquiatría” emiten públicamente diagnósticos clínicos sin haber examinado a la persona.
En un reciente artículo del Hastings Center, se analiza en mayor profundidad el conflicto entre el derecho a la privacidad de un Presidente y el derecho del público de querer conocer el estado de salud de quienes nos gobiernan. Tal como señala ese artículo, “si un problema de salud se expone públicamente, con síntomas clínicos objetivos y manifiestos, sería éticamente imperativo ser transparente sobre el estado del Presidente”. A muchas profesiones se les exige tener que aprobar un examen de licencia profesional para el ejercicio de la actividad (por ejemplo, un piloto de avión debe demostrar anualmente que tiene las competencias físicas y mentales para seguir al mando de una aeronave; un neurocirujano debería certificarse periódicamente en cuanto a su destreza para realizar delicadas cirugías). Esto representa el clásico dilema sobre las obligaciones morales de una institución respecto de la aptitud de un profesional para desempeñar sus funciones de forma fiable. Considerando que gobernar una nación es una de las funciones más delicadas, para equilibrar la privacidad médica del Presidente y el derecho del público a saber, el gobernante debería tener tiempo para tomar una decisión sobre la divulgación pública de una condición médica inhabilitante. Pero si él (o su administración) se niega a revelarlo o no quiere dar un paso al costado, entonces el médico del Presidente estaría éticamente autorizado a revelar su estado de salud.
La situación ideal pareciera ser la que se estableció en este caso, permitiendo que el Presidente Biden decline su repostulación, sin tener que entregar motivos para aquello. Más allá de este caso en particular, deberíamos preguntarnos seriamente si existen mecanismos seguros y fiables para certificar la capacidad de una persona para ejercer el cargo de Presidente y qué se debería hacer si durante el mandato presidencial aparecen signos evidentes de pérdida de los atributos requeridos para continuar en el cargo.