¿Bachelet, Grynspan o Grossi?
En el debate local se ha señalado que cuestionar la idoneidad de Michelle Bachelet para encabezar la ONU constituye, prácticamente, una traición a la patria. Se acusa a quienes no adhieren acríticamente a su nominación de carecer de visión de Estado y mostrar pequeñez política. El examen cuidadoso de los argumentos en debate sugiere, en cambio, que ocurre justamente lo contrario. Al contrastar el perfil de Bachelet con el de sus contendores internacionales, la validez de las dudas locales se hace patente.
Considérese, por ejemplo, el caso de Rebeca Grynspan. La economista costarricense, exvicepresidenta y ministra, es una política latinoamericana de trayectoria. Fue titular de la Secretaría General Iberoamericana, secretaria general adjunta de la ONU bajo el mandato de Ban Ki-Moon y administradora asociada del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Se desempeña actualmente como secretaria general de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo.
Considérese también el perfil del argentino Rafael Grossi. Cientista político y diplomático de carrera, fue embajador en Austria bajo las presidencias de Fernández y de Macri, y se desempeña actualmente como director general del Organismo Internacional de Energía Atómica.
Tanto Grynspan como Grossi han ejercido sus cargos con carácter y autonomía, mostrando que comprenden el escenario político dado y saben sortear presiones. Se mueven en espacios en los que la relevancia de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad no está en discusión, sino que es un dato.
Grynspan, exintegrante de un gobierno de centroizquierda, es opositora declarada a la política arancelaria de Trump, y, sin embargo, ha evitado una confrontación abierta con el Presidente, privilegiando la diplomacia, lo que hoy la vuelve una candidata fuerte al mismo tiempo para EE.UU. y China.
Grossi, académico y diplomático independiente, ha servido a Argentina en el foro mundial bajo presidencias de colores políticos opuestos. Internacionalmente se lo considera un actor de envergadura, habiendo recibido y sorteado amenazas directas del régimen iraní en el pasado, y monitoreando actualmente, en la primera línea de fuego, la situación nuclear en la guerra genocida desplegada por Rusia en Ucrania.
El carácter, la autonomía y la convicción democrática transversal no son, en cambio, los sellos mostrados por Bachelet en su trayectoria internacional. Se desempeñó como directora ejecutiva de ONU Mujeres, y luego como alta comisionada para los Derechos Humanos, pero no mostró en estos cargos una voluntad políticamente simétrica a la hora de denunciar regímenes dictatoriales y condenar vulneraciones de derechos humanos en Venezuela o Cuba y, sobre todo, en China.
Lo que ocurre es que la identificación política de Michelle Bachelet no ha sido, en lo sustantivo, ni centrista ni centroizquierdista. La historia y el proyecto de Bachelet —su admiración por Fidel Castro (el peor y más longevo dictador en América Latina), su propio gobierno dominado por el PC de Chile (el más leninista-estalinista del mundo democrático) y su apoyo entusiasta al fallido proyecto de reforma constitucional de 2022— demuestran su identificación con las propuestas de ultraizquierda radical para Chile, Latinoamérica y el mundo.
Las circunstancias concretas que rodearon su nominación por parte del Presidente Boric, en medio de un discurso abiertamente crítico a Trump, y sin socializar antes su empeño con actores políticos locales, no hacen sino confirmar esta impronta.
Apoyar la candidatura de Bachelet para cualquier chileno no es, entonces, una cuestión de Estado ni un deber patriótico. La expresidenta y sus promotores deben asumir las consecuencias del tipo de liderazgo que ella ha decidido representar: uno eminentemente político y radical. Por ello, su perfil no es el adecuado para representar a Chile en un cargo que es sumamente importante para la exposición internacional del país. Es, en cambio, un riesgo; si se trata del bien del país, considerarlo debiese ser tarea de todos.
La Secretaría General de la ONU, como demuestran Grynspan y Grossi, requiere contar con destrezas y competencias específicas, y con una visión no extremista de la política internacional.