18-O: un aniversario incómodo
Como muchos chilenos, viví el 18 de octubre con la perplejidad de quien se enfrenta a algo que no se termina de entender. Vi en la televisión la quema de las estaciones de Metro y de las escaleras del edificio de Enel, el enardecimiento rápido de masas importantes. Para una inmensa cantidad de gente, esa perplejidad se tornó en esperanza de cambios; para otros, como el Partido Comunista —que solicitó al día la renuncia del presidente Sebastián Piñera—, en una oportunidad de tumbar al gobierno; otros tantos lo vivimos con una incertidumbre permanente.
Sorprende revisar los hechos, las declaraciones y acciones de quienes detentaban algún puesto de autoridad por la época, ahora que la distancia temporal ha cambiado la evaluación mayoritaria respecto al fenómeno. Sorprende la claridad radical que tenían entonces. Dejaron de lado la cautela que aconseja todo acontecimiento inconmensurable —más todavía uno que sucedió principalmente fuera del control político explícito, no tenía demandas claras ni menos voceros—. Han pasado ya varios años y poco ha cambiado, las promesas que se hicieron por aquel entonces no han encontrado respuesta. Puede que las cosas no fueran tan mal, o que aparecieron nuevos problemas que cambiaron el foco de nuestra discusión. Ahora bien, por más que las evaluaciones de los fenómenos sociales sean en sí variables —lo que explica la distancia que buena parte de los chilenos toma con el estallido—, la pregunta relevante es qué sucedió en aquel entonces que posibilitó el desbande colectivo. La respuesta a esa pregunta hoy ha transformado el aniversario en una cuestión tremendamente incómoda.
Acinco años del estallido social en Chile, el 18 de octubre tiene a todo el espectro político con una sensación de incomodidad. Para la derecha, representa un doloroso recordatorio de su miopía ante las tensiones sociales que bullían bajo la superficie del aparente oasis latinoamericano; y no hace falta adscribir ninguna tesis radical sobre el malestar para para advertirlo. Las declaraciones desafortunadas y su incapacidad para leer el momento político revelaron una desconexión profunda con la realidad del país. La derecha subestimó el poder de las palabras y la importancia de comprender las dificultades que aún hoy vive la ciudadanía. Hoy se refugia en que las evaluaciones sociales han cambiado, una tranquilidad frágil pues no se debe a su acción sino al mero paso del tiempo. No se debe olvidar que en aquellos momentos cundía la confusión y la carencia de alternativas.
La izquierda, por su parte, se enfrenta a la incomodidad de haber interpretado erróneamente el estallido como el amanecer de una nueva era revolucionaria. Algunos sectores, nostálgicos de la Unidad Popular, vieron en las protestas la oportunidad de retomar aquel proyecto interrumpido décadas atrás. Esto es lo que explica el silencio atronador con la violencia en las calles, seguido por la reivindicación o, al menos, su uso instrumental. Esta lectura simplista del estallido los llevó a equiparar toda manifestación de descontento con un rechazo al ‘neoliberalismo’, a disculpar todo el daño por considerarlo justificado: el enemigo era suficientemente malo como para validar su desmontaje por las buenas o por las malas. Curiosa forma de justicia que más se parece a la venganza.
Esa interpretación encontraría su epítome en el proyecto de la Convención Constitucional, que se pretendió el opuesto simétrico de la Constitución vigente, con los resultados conocidos: una refundación fracasada y desconectada de la realidad. En suma, las izquierdas cometieron el error de proyectar sus aspiraciones sobre un momento mucho más complejo; de no pensar que lo que tambaleaba era algo más que la derecha, que era el poder mismo el que estaba por los suelos.
Así, el aniversario pone de manifiesto el fracaso de la clase política en su conjunto. Tras el breve momento de lucidez que dio lugar al acuerdo por una nueva Constitución, los partidos dilapidaron dos oportunidades de cambio. Hoy, en lugar de asumir responsabilidades, se escudan tras críticas al sistema político, como si los mecanismos institucionales fueran los culpables de su propia falta de virtud y visión. Es evidente que los sistemas pueden incentivar ciertos comportamientos, pero no pueden suplir la falta de liderazgo y compromiso genuino con el bien común.
El cuadro, hemos dicho, es poco alentador, sobre todo si miramos una dimensión del estallido menos advertida: la de la desafección, el desapego, el nihilismo que explican —sin justificar, por cierto— la bacanal que se vio en las calles. Mirado desde ahí, no basta culpar a derechas e izquierdas —aunque los tipos de responsabilidad son bien diferentes—. Se trata de asegurar un orden que produzca adhesión por sus valores y su eficacia. En caso contrario, estamos condenados al tambaleo constante, al trastabilleo, la descomposición.