Legislar sin apuro
La aprobación en general del proyecto de ley de educación superior en el Senado no fue una sorpresa. La idea de ajustar y actualizar el marco regulatorio de nuestro sistema de educación superior para enfrentar su expansión en matrícula, calidad y diversidad data, al menos, de 2006, con el informe del Consejo Asesor Presidencial convocado por la Presidenta Bachelet. Pero los consensos terminan ahí: existen diferencias sustantivas en el diagnóstico, en la selección de instrumentos de política y en las prioridades desde los distintos actores involucrados. Estas divergencias han alimentado el debate público entre universidades estatales y privadas, expertos, el mundo político y el Gobierno, y se han reflejado en la extensa y compleja tramitación del proyecto de ley.
Lo cierto es que estas diferencias están lejos de desaparecer. Las sucesivas sesiones en la Comisión de Educación del Senado han mostrado, paradojalmente, que lo único en que los diversos sectores coinciden es en que este proyecto no es lo que se necesita. Para comenzar, se ha criticado transversalmente la innecesaria y exagerada concentración de funciones en la nueva Subsecretaría de Educación Superior, tales como la fijación de vacantes, aranceles y el control de la admisión. Esta última es un ejemplo especialmente gráfico de la transferencia de atribuciones que corresponden a las instituciones hacia el Estado.
El escenario preferible es que las universidades tengan libertad de determinar cómo seleccionan a sus alumnos, dado que no todas buscan los mismos perfiles de ingreso, y por eso el sistema único de admisión no debe estar en manos del gobierno de turno. El reciente planteamiento de la ministra de buscar «un mejor mecanismo», está conceptualmente errado, porque supone que todas las universidades quieren a los mismos alumnos. La solución no está en una regla uniforme, sino en mayor libertad para que cada institución seleccione.
Asimismo, diversos actores del sistema universitario se manifestaron contrarios a las amplias atribuciones y la arbitrariedad con la que puede actuar la superintendencia. Hubo consenso en que el entramado de regulaciones tendería a limitar, en lugar de potenciar, el desarrollo de nuestro sistema de educación superior.
Respecto del nuevo sistema de financiamiento, es cierto que la gratuidad ha recibido apoyo de distintos sectores políticos, pero se observa un rechazo transversal a la alternativa de política pública elegida: cobertura universal, fijación de precios y estandarización de las instituciones en base a un modelo único.
Es por esto que llama la atención la premura con la que se pretende tramitar el proyecto en el Senado. No se puede resolver en seis sesiones lo que no se pudo acordar en tres años, sobre todo cuando el Gobierno se ha mostrado totalmente inflexible en su posición respecto del corazón del proyecto: la gratuidad universal, que hoy solo cuenta con el apoyo entusiasta de los sectores más ideologizados.
Esta política, muy onerosa para el fisco y fuertemente regresiva, seguirá siendo una piedra de tope para la tramitación, más aún cuando existe una variedad de fórmulas posibles mejores que las que se propone, y pueden conseguir de manera más efectiva los mismos objetivos de inclusión. Por último, los resultados de la elección presidencial y parlamentaria debieran ser al menos una señal para el Gobierno respecto del apoyo popular de las ideas que sustentan sus reformas, que debieran llevarlo a reflexionar sobre los acuerdos y las discusiones necesarias para seguir tramitando el proyecto, que necesariamente tomarán tiempo.
Pero no solo se necesita tiempo y reflexión para llegar a acuerdo sobre las modificaciones profundas que requiere el proyecto, sino también pausa para analizar los numerosos problemas de constitucionalidad del proyecto. En una sesión especial en el Senado, recién hace algunos días, quedó claro, a la luz del análisis de destacados constitucionalistas, que los posibles vicios de inconstitucionalidad son numerosos y abarcan casi todas las áreas del proyecto. Es por esto que se debe tener en especial consideración que al legislar con apuro se aumenta el riesgo, ya de por sí muy alto dada la naturaleza de la propuesta del Gobierno, de terminar siendo cuestionado por el Tribunal Constitucional. No sería positivo que una tramitación acelerada nos llevara, como sistema, a resolver las deficiencias de las políticas en esta instancia de naturaleza excepcional.
La difícil tarea que tienen los parlamentarios y el Gobierno es lograr un consenso real y sustentable. Si este no se consigue, necesariamente el próximo Gobierno deberá buscar acuerdos con sectores moderados para dar viabilidad al sistema. Sin embargo, los costos políticos y el desgaste de las confianzas en nuestro sistema serán muy elevados.